Llevo una semana de sobresaltos médicos de aúpa. Y todo por la pelambrera de un minino que, al parecer, ha logrado, sin quererlo, poner en entredicho mi salud y convertir mi día a día en una retahíla de estornudos y en un moqueo continuo. En cualquier caso, y como dicen que no hay mal que por bien no venga, mi conversión en clínex andante me ha servido para comprobar in situ que no es zarria todo lo que desluce. Me explico. Mi relación con el servicio sanitario público, gracias a Dios, y gatos aparte, nunca ha sido muy intensa. Pese a ello, el contexto, las costumbres y las circunstancias han ayudado a dibujar una imagen global de un sistema en el que los achaques parecían constantes. Yo no pongo en duda de que hay muchas cosas que mejorar y en las que invertir en los hospitales y centros de salud de este país, porque este país aún arrastra las consecuencias de una serie de decisiones políticas de calado que mermaron la calidad y la capacidad de lo público. Aún así, hay una cosa evidente que merece ser destacada. Los profesionales que forman parte de Osakidetza, al menos, su inmensa mayoría, son la mejor garantía de una atención facultativa de calidad y humana. Si sirve de algo, este humilde paciente agradece el trato recibido.
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