Supongo que era una de esas cosas pendientes que a uno se le acumulan en la agenda de la vida y que, por aquello de las circunstancias, aún no había podido resolver. Así que, aprovechando el tiempo muerto en periodo interelectoral y antes de la enésima crisis derivada del procés, me he permitido el lujo de tomarme casi una semana para mí con la idea de protagonizar una suerte de road movie, eso sí, un poco alejada de los cánones marcados a fuego en el imaginario popular. De hecho, al no disponer de un muscle car en condiciones, he tenido que recorrer las tierras del interior en mi utilitario que, quizás, no da épica a lo de quemar rueda en el asfalto, pero que cumple a la perfección con aquello de devorar kilómetros con mesura, cualidad que brilló por su ausencia a la hora de encarar las especialidades culinarias de cada rincón y ciudad visitadas. Y ahí, intuyo, mi pequeña odisea tampoco se ha asemejado mucho a los tentempiés que uno puede engullir en los restaurantes que jalonan rutas como la 66, que tan bien se vende en el cine norteamericano. En cualquier caso, y diferencias aparte, el placer de viajar debería estar amparado en la Constitución como derecho inalienable, ya que es la mejor práctica para acercarse a uno mismo y de conocer a los demás.