Este mes de octubre es uno de los que tenemos marcados en rojo los padres de pequeñas criaturas porque en su último estertor llega Halloween y eso nos supone montar o asistir a fiestas, colaborar en la logística para la inevitable celebración escolar y tirar de desmaquillante para eliminar la sangre de pega del rostro de nuestros vástagos. En definitiva, gastar tiempo y dinero en una celebración que ni nos va ni nos viene y que, creía yo hasta hace bien poco, es un síntoma más de la homogeneización cultural del planeta que lo ha inundado todo de cocacolas, paquetes de Amazon y reggaeton. Pues no. El año pasado me enteré de que hasta no hace muchas décadas, en prácticamente todo el País Vasco, los niños robaban calabazas en la víspera del Día de Difuntos, las vaciaban, les ponían cara, ojos y una vela dentro y las dejaban en la puerta de las casas para acojonar al personal. Resulta, por tanto, que la celebración de Halloween no solo no es una aberración cultural para nosotros, sino que nos ha permitido recuperar una tradición que en apenas cincuenta años se había perdido y borrado por completo de nuestros discos duros, quizá por su evidente paganismo, pues desapareció al poco de llegar al poder un jefe de Estado que iba por la vida bajo palio.
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