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el culo, cuidadosamente colocado en un ángulo de 45 grados exactos con respecto al objetivo del móvil, dirigía la columna vertebral de la muchacha en la dirección idónea para, una vez alineado el mentón con el hombro derecho y elevado aquel en otro octavo de circunferencia, conseguir el posado perfecto. Solo restaba reclinar un poco la espalda para que la melena cayera hacia atrás y poder apoyar las manos en la roca. Espera, espera, parecía decir su amiga la fotógrafa, quien por señas le indicaba que se subiera un poco la tira del bañador. Ya está. Arrancaba la sesión. Sin mover el coxis de la postura base elegida, la chica miraba a cámara forzando las cervicales hasta el crujido, luego oteaba el mediterráneo horizonte con melancólica impostura, y terminaba por dar un latigazo capilar aprovechando que los músculos del cuello ya se habían calentado, en la esperanza de pillar todos los pelos al aire con la nitidez que se le ha de exigir a un móvil de 600 pavos. Y yo, cargado con la máscara del Decathlon, la sombrilla, el hamabitako, tres toallas y dos niños, me preguntaba si esa extraña mezcla de pena y risa que me inspiraba la escena se debía a la soberbia condescendiente de quien se hace mayor sin enterarse o si, definitivamente, el mundo se va a la mierda.