No les voy a mentir. Ayer no fue un buen día ya que, según mi calendario laboral, me tocaba regresar de las vacaciones veraniegas. Y así lo hice. Fui puntual como un reloj, aunque padeciendo el rigor de toda una retahíla de síndromes y ansiedades que, me temo, sólo tienen que ver con el hecho de que al menda ya solo le quedan los recuerdos de su breve asueto estival. Con un sueño atroz y tras arremeter verbalmente contra el despertador como un hooligan británico, me reenganché a mis habituales quehaceres diarios (en la redacción en la que volveré a pasar media vida) con unas ojeras negras como la noche y una cara de muy pocos amigos. Sin embargo, lo que ocurrió tras encender el ordenador me dejó más descolocado aún. Pensando que la actualidad no entiende de parones informativos, esperaba una jornada en la que lidiar con una realidad trepidante y necesitada de múltiples interpretaciones y despliegues mediáticos. No obstante, lo que me encontré fue una especie de día de la marmota, con Pedro Sánchez y Pablo Iglesias discrepando sobre el motivo de sus discrepancias, con una ciudad aún al ralentí y con los dimes y diretes relacionados con la negociación presupuestaria en la CAV. Solo puede decir que me dieron ganas de salir huyendo.