En una mañana llena de brillo de sábado sabadete, paseo por los jardines entre las hayas verdes y bancales de geranios rojos-rosa-blanco-rosa-rojoblanco y pensamientos grana-blanco-amarillo?, y mocetas escultóricas al trote, coleta al viento al trote, yeguas bellas; y muetes macizos y fornidos, templados al fuego de la juventud sana. Las notas de contrapunto son un niño berreando en su cuna portátil, de mil euros, empujada por el abuelo que no sabe qué hacer para que se calle, olvidándose de sus huesos curvos por el peso de los años y la lucha por vivir que pesa sobre ellos, y que llorar es necesario para liberar el dolor de las tripas y protestar para que sepan que existimos sin miedo o con miedo; y la otra nota son los cartones en el duro suelo junto a la fuente, copa de hierro fundido con los rostros de guerreros griegos, y el agua que fluye a borbotones rompiendo la luz y el sol en rotos arcoiris de agua; cartones que han servido de lecho a un sin papeles que va de madrugada a los polígonos industriales a buscar trabajo de lo que sea y que parece que un día de estos le darán para lijar suelos y barnizar, según me ha contado el mocetón ojeroso dueño de los cartones.

Es cuando uno se siente afortunado de haber nacido en esta tierra, en una familia con casa y cama, fogón de leña brava y pan de cada día. La vida es pequeña y bella cuando paseas entre flores, hayas frescas, geranios, rosales de Siria y pensamientos varios, pero no es completa, ni muchísimo menos, porque gentes como tú no pueden dormir a pierna suelta junto al fogón dulce de leña y echarse a la boca un trago de leche tibia. Begiak noraino, nahia haraino. Donde llegan los ojos, allí llega el querer.