aterrorizado quizá ante el papel en blanco, o hastiado de todo, o simplemente de bajón, el opinador confesó aquel día que escribía solo por dinero, que muy gustosamente dejaría la militancia extrema si tuviera otra forma menos cansina de hacer frente a sus facturas. El tórrido verano y la exigua agenda informativa, el tedio, todo invitaba a ponerse el mundo por montera y llamar idiotas a sus lectores a la cara, sin tapujos. Su tono no era el habitual, permanecían los aires de superioridad intelectual, pero el odio que cada día destilaban sus juicios sumarísimos desaparecía esta vez como una máscara que se aparta sin más del rostro para dejar paso a una honestidad descarnada, rayana en el cinismo más absoluto, pues la cantada no era tanto un acto de contrición como el simple testimonio, en un momento de debilidad y falta de ideas, de un hombre cansado de sí mismo y de su personaje. Al día siguiente siguió, como si tal cosa, inflamando el mundo desde su privilegiado y muy leído espacio de opinión, pateando el avispero por un puñado de dólares, y probablemente muy pocos de sus fieles lo leyeron asombrados ante tamaña caradura, tras la confesión precedente, pues al fin y al cabo aquel periódico envolvía ya el pescado del día, como éste envolverá el de mañana.