Tras un par de horas en la carretera, todo mi ser salió del vehículo hecho un guiñapo, remojado de arriba abajo tras una ruta de calorina injustificada. Si, de verdad, la arruga es bella, en ese instante el que firma estas cuatro deslavazadas palabras podría haber desfilado en un pase de modelos para lucir una indumentaria especialmente arrebujada, estrujada y encarrujada. Pero, como sarna con gusto no pica, mi escarolada vestimenta y un servidor salimos del coche con aires de satisfacción dispuestos a ensanchar los pulmones con aire de campo, elemento conocido por ser harto beneficioso para la salud de propios y extraños. Así que, tras recomponer la figura con los mejores estilismos disponibles -unas pinceladas de Quechua, con retales de equipamiento de expedición montañera y complementos acrisolados surgidos de una exhaustiva búsqueda mercadillera-, y echar un tiento metafórico al botijo, salí en busca de nuevas experiencias campestres. Fue uno de esos paseos que uno cumplimenta entre trigales con cara de satisfacción pese a no saber distinguir una espiga de un girasol ni una vaca de un cangrejo. Pero, dadas las circunstancias, llegar a un lugar en el que el móvil no es capaz de molestar parece un logro mayúsculo. Serán las ventajas del campo.
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