La costumbre es vieja pero, sobre todo por la importancia que están adquiriendo las redes sociales, la historia va cada día a más. Todo tiene que ser lo mejor, tiene que ser más, tiene que ser superior. Como además por estas tierras nos acompaña cierto complejo de inferioridad que parece impuesto en el ADN, somos capaces de sacar pecho incluso cuando la realidad no nos termina de acompañar. Las nuestras tienen que ser las mejores fiestas. Nuestro festival tiene que ser de primera división. Nuestro lugar singular tiene que conseguir títulos de patrimonio X o Y, y llevarse algún que otro premio europeo como mínimo. Si salimos en un medio de comunicación de otro país, ya es para empezar a descorchar el champán que nos quedó guardado de cuando éramos los más verdes, gastronómicos o lo que toque. Subidos a esa ola, nos pasan dos cosas. La primera, que en realidad terminamos por convertir todo en mayúsculo sin saber discernir lo que de verdad tiene su peso de lo que es más humo que verdadero fuego. La segunda, que, por ende, tendemos a menospreciar lo que no tiene grandes cifras, no mueve masas, no se hace para ser consumido por la mayoría. Por eso, de vez en cuando, es bueno bajarse del pedestal y gritar: ¡viva lo pequeño!