Fue una sensación de angustia vital, casi de agonía. De zozobra mayúscula, diría yo. Aflicción elevada a la máxima potencia. Y todo por hacer caso a mi santa esposa, una fan irredenta de la temporada de rebajas. De cualquier temporada de rebajas, pero más de ésta que acaba de comenzar para alegría y bullicio de cajas registradoras y comerciantes y para desgracia de las reservas pecuniarias de un buen número de mortales. La situación de pesadumbre que trato de exponer en estas líneas aconteció el primer sábado después del tradicional pistoletazo de salida a los descuentos en un conocido centro comercial. Fue llegar y experimentar en carnes propias los efectos de una explosión poblacional sin parangón. La gente pululaba absorta, con las manos cargadas de bolsas y con los ojos pegados a los escaparates esperando una suerte de catarsis que, si he de ser sincero, no pude comprobar. El caso es que tras superar las primeras mareas humanas, que dejaron más de un establecimiento bajo la tutela de la anarquía absoluta, traté de recobrar el ánimo con una pizca de algarabía de grifo. Fue la gota que colmó el vaso. Había colas kilométricas para acceder a bares y restaurantes. Sin cerveza y agobiado juré no volver a pasar por semejante trance. Al menos, hasta la próxima ocasión.
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