A vueltas con la basura, el otro día asistí a uno de esos episodios que explican bien a las claras por qué este planeta está destinado a ahogarse en su propia inmundicia. Verán, iba yo, como de costumbre, muy atento a mis zapatos y a su normal devenir caminando por uno de esos andurriales de la capital en los que me crié. Entonces, apareció ella de la nada. Supongo que iba a trabajar dadas las horas en la que aconteció la escena. Se deslizaba hacia un coche mientras se alisaba el pelo y arreglaba la ropa con aire de despreocupación infinita. Se ajustó unas gafas de sol oscuras, cerró la cremallera de un bolso de colores sutiles y cuadró las hojas rebeldes que se querían escapar de entre las páginas de un cuaderno de dimensiones casi inabarcables. Fue entonces cuando, con el disimulo propio de un raposo mientras se agencia los huevos ajenos de un nido, abrió los dedos de su mano derecha con mecánica etérea y dejó que el viento se llevase el envoltorio de un caramelo. Todo sucedió a apenas dos metros de una papelera y en mis mismas narices, circunstancia que alteró hasta límites difíciles de cuantificar mi proverbial falta de sangre para con los demás. Desgraciadamente, nada hice salvo apuntarme el hecho para relatarlo aquí mientras pensaba en un mundo ahogado en su propia basura.