HAY pocas cosas ciertas en esta vida. Supongo que habrá opiniones para todos los gustos, faltaría más, pero -parafraseando al señor Iturgaiz- no pondría mis dos manos en el fuego por casi nada ni casi nadie. Esto me recuerda una reciente conversación sobre una obra de teatro que ni he visto ni he leído pero de la que alguien me ha hablado hace poco, El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina -hala, de paso ya tienen recomendación de lectura para el verano-. Y aquí vuelvo al inicio de estas líneas. Hay pocas cosas ciertas en la vida, pero una de ellas sin duda es que la estupidez y maldad del ser humano no conoce límites. Me reafirmo en este axioma mientras leo que a la ministra italiana de Integración, a la que recientemente el vicepresidente del Senado llamó orangután, le lanzaron durante un acto político dos plátanos. Está claro que mi hipótesis tiene muchos visos de ser cierta. Pero luego, estos días en los que todos hemos acabado convertidos -como decía alguien con tino en Twitter- bien en expertos en ferrocarriles bien en hábiles editores de informativos, igual que todos somos la quintaesencia del seleccionador de fútbol durante el Mundial, quizá he encontrado una excepción a la norma. Una lección de fe en el ser humano, al final de todas las cosas, cuando todo parece un cenagal oscuro, hay gente buena. O que tiene su momento de bondad, qué más da. Gente que ayuda a rescatar a personas accidentadas, que va a donar sangre, que acoge a los heridos. En fin, que hay pocas cosas ciertas en la vida, pero hay personas que nos dan lecciones enormes a los desconfiados.
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