la situación de crisis y desempleo galopante que vivimos afecta sobremanera a la desafección que siente la ciudadanía hacia la política. No podría ser de otra manera. Al margen del mejor o peor funcionamiento de las instituciones democráticas, cuando la ciudadanía lo pasa mal, busca y señala responsables y, por supuesto, los representantes públicos lo son.

Pero al margen de la crisis, y mucho antes de que llegara, somos muchos los que pensamos que hace falta una reforma en profundidad en nuestro sistema de democracia representativa tocando dos pilares clave: los partidos y las instituciones de representación. A pesar de que también hemos vivido otros periodos de crisis económica severa, los datos indican que la Jefatura del Estado y las principales instituciones de representación del país atraviesan uno de sus peores momentos en los últimos 35 años.

Así pues, parece lógico defender que debemos innovar para obtener la fórmula que cierre la brecha entre la política y la voluntad popular en la que se fundamenta su legitimidad. Una fórmula que responda tres cuestiones clave: qué nuevos mecanismos contractuales ponemos en marcha para con la sociedad; cómo se forma la voluntad colectiva; y qué nuevos mecanismos de participación y dación de cuentas implementamos.

Las relaciones sociales en democracia se establecen de acuerdo a mecanismos contractuales. Echando un vistazo a los diferentes barómetros de opinión, es una obviedad afirmar que vivimos una crisis de confianza. Por tanto, el nuevo contrato debe basarse precisamente en lo que nos falta, la confianza. Y no se conoce mejor forma de transmitirla que la transparencia, en los partidos, en las instituciones y en la empresa.

Es el momento de que los partidos publiciten periódicamente la evolución de su patrimonio y su estructura de gastos e ingresos, que legalmente proceden en gran medida de la Administración. Otra forma de transmitir confianza sería que todos los cargos públicos estuvieran obligados a publicitar sus declaraciones de actividades y bienes. Como también serviría para poner luz donde hay oscuridad que cualquier ciudadano pudiera conocer el destino de los dineros públicos que reciba cualquier empresa pública, parapública o participada. En cuanto a la cuestión sobre la formación de la voluntad colectiva, resulta imprescindible que haya debates serios, escucha activa y autocrítica. Las estructuras internas de la mayoría de los partidos están demostrándose obsoletas a la hora de canalizar los debates necesarios. También los modos de funcionamiento de los partidos distan bastante de ser todo lo democráticos que debieran, puesto que ni siquiera se practican con naturalidad los mecanismos participativos y de control contemplados en sus propias normas internas.

Tampoco las instituciones de representación cuidan mucho su legitimidad cuando se permiten debates prefabricados, rígidos y a golpe de consigna o debates esperpénticos para aparentar que ciertas decisiones se toman en el Parlamento, cuando mucha gente ya sabe que se han tomado en salas más pequeñas, con poca luz y menos gente.

¿Cómo cambiar esta realidad? ¿Cómo fomentar la libertad de pensamiento y de opinión en un sistema que ha degenerado? Aunque la práctica no lo sea tanto, la teoría parecería sencilla: fomentando el debate crítico en las organizaciones políticas y en las instituciones, poniendo en valor la diferencia y no premiando la sumisión y, fundamentalmente, procediendo a un equilibro entre el poder de las cúpulas de los partidos y la ciudadanía. Y esto lleva a la cuestión de los mecanismos de participación y dación de cuentas. Las transformaciones que han ido dando forma a la sociedad actual han hecho aún más flagrante la falta de adaptación de la política a la nueva realidad. Ha cambiado todo. Todo, menos los partidos y sus estructuras; todo, menos las instituciones y los sistemas de representación.

Pero, ¿qué tenemos que cambiar? Y, sobre todo, ¿por dónde deberíamos empezar? Planteo comenzar por lo básico, por una drástica reducción del número de instituciones con criterios de eficacia y eficiencia. Sobran las diputaciones provinciales y hay que agrupar de forma racional los 8.100 ayuntamientos. También hace falta un sistema electoral más dinámico, buscando una mejor representatividad del voto y desbloqueando las listas en las elecciones al Congreso. Se podrían convertir en autonómicas las circunscripciones para hacer del Senado una Cámara de representación territorial, que si no se reforma carece de sentido. O lejos de los debates populistas sobre su número, se podría mejorar la legitimidad de los parlamentos autonómicos con un sistema mixto de elección entre listas cerradas -aunque desbloqueadas- y abiertas. Se deberían poder incorporar con naturalidad mecanismos ciudadanos de revocación de cargos públicos por incumplimiento de programa o mala gestión. Y también habría que impulsar reformas internas en los propios partidos. Por ejemplo, estableciendo primarias y listas abiertas para la elección de sus representantes. O impulsando consultas a la militancia y a la sociedad de referencia.

La fórmula para corregir la erosionada legitimidad de la política pasa por la construcción de una mejor democracia sobre los pilares de la transparencia, el debate crítico, la participación y la dación de cuentas. Teóricamente, nada nuevo. En la práctica, una revolución.