PARECE mentira que a estas alturas de la película (política, patriótica, vital o como quieran calificarla) haya quien se sorprenda por el abucheo que el pueblo votante dedica al jefe de un gobierno, al presidente de un país o al rey de un reino, con la salvedad de que en lo que concierne a estas líneas, la pita a Juan Carlos I el domingo en Bilbao, el pueblo ya no es votante sino doliente, porque no hubo voto para decidir entre Borbón sí o Borbón no, y Borbón hubo y hay por el capricho de un dictador al que le habría gustado ser rey. ¿Qué hay de raro? Si los políticos con mando en plaza (presidentes, concejales, alcaldes...) son directa o indirectamente elegidos por los votantes en las papeletas, lo lógico sería tener la oportunidad de mostrar el acuerdo o el desacuerdo con las decisiones que toman durante su mandato. De hecho, todos ellos deberían someterse a un juicio popular de aplauso, burla o desaprobación durante un caminar por cualquier calle o asomándose al balcón de un edificio oficial; todo, claro, con educación, es decir, sin pedradas. Esto último lo entendió bien un ex alcalde de Donostia, quien asumía que el paseo desde el Ayuntamiento a la iglesia durante las fiestas patronales era el momento de dar la cara, aguantar chanzas y, con suerte, agradecer alabanzas. Por eso a nadie debería sorprenderle el abucheo al rey de España en el BEC, de la misma manera que nadie se llevaría las manos a la cabeza si mañana el viejo Borbón es recibido con una atronadora ovación en cualquier otro lugar. ¿No le pagamos entre todos? Por eso y por más: ¡uuuuuuu!