Amelia Earhart (Kansas, 1897) siempre fue una niña inquieta que desafiaba los convencionalismos de su época. Empezó haciéndolo coleccionando recortes de noticias sobre mujeres que habían triunfado en campos tradicionalmente masculinos ofreciendo así las primeras muestras de su carácter feminista. La primera vez que vio un avión, con apenas diez años, eran artefactos rudimentarios, parecidos al de los hermanos Wright, “una cosa de alambre oxidado y madera que no tiene nada de interesante”, señaló, sin saber entonces que formarían parte de su vida y también de su muerte a los 40 años para convertirla en una pionera legendaria.
Su fascinación por los aviones despertó mientras trabajó de enfermera en la I Guerra Mundial en Toronto. Durante una exhibición aérea en 1920 en California consiguió montar en una de las aeronaves y ahí supo que volar sería su destino. Dio clases en la escuela de Neta Sook, otra pionera que además dirigió su propio aeropuerto y, con sus ahorros, Amelia compró el primero de sus aviones, un biplano amarillo al que bautizó “El Canario” para romper pronto su primer récord siendo la primera mujer en superar los 4.300 metros de altitud. A partir de entonces, con 15 mujeres en todos los Estados Unidos con licencia de piloto, su vida surcando los cielos se centró en pulverizar siempre sus propias marcas.
Una aviadora de masas
A diferencia de otras mujeres que pilotaban aviones como actrices, cantantes o deportistas imprimiendo a sus carreras un halo aventurero y glamuroso, Amelia quiso profesionalizarse sin ser ajena a la notoriedad que le otorgó volar sin olvidar su trabajo por divulgar la aviación a través de columnas periodísticas y su participación en sociedades aeronáuticas.
Llegó entonces la oportunidad de cruzar el Atlántico y de las grandes hazañas. En 1932, Amy Guest, una millonaria dueña del trimotor comercial más popular de entonces, renunció a subir a bordo pero buscó a una mujer “con una imagen adecuada”. El publicista George Putnam, futuro marido de Earhart, se encargó del resto. Amelia preparaba los vuelos, era metódica pero su sello era una impresionante valentía y un carisma fuera de serie. Su belleza y tremendo magnetismo junto a su audacia sellaron un combo perfecto. Había nacido un icono.
Pero Amelia no había cruzado el Atlántico sola, lo había hecho “como un saco de patatas” en una travesía en la que tomó notas, miró el manómetro y dio conversación porque junto a ella viajaban dos hombres, el piloto Wilmer Stultz y el mecánico Louis Gordon. Ambos cobraron por la misión. Amelia no recibió nada, se consideró la experiencia un cheque y así lo fue a la postre: supuso su propulsión a la fama y a los titulares. La segunda vez lo haría sola pilotando su propio avión, el icónico Lockheed Vega de color rojo. El vuelo duró casi 15 horas, con vientos en contra, hielo, problemas mecánicos, sin referencias visuales en el Atlántico y carestía de combustible pero logró el objetivo: no llegó al continente pero aterrizó en un campo en Irlanda del Norte repitiendo la hazaña de Charles Lindbergh, a quien además se parecía físicamente, un año antes.
El público estaba fascinado y los anunciantes se derretían, llegaban las condecoraciones y los paseos en descapotable con luz de flashes por la Quinta Avenida pero Amelia solo pensaba en batir sus propias marcas: más deprisa, más lejos, más alto. Voló en solitario de Hawai a California en un trayecto que había costado ya varias vidas, entre Los Angeles y Méjico y entre Méjico y Nueva York. Además, prosiguió con su tarea divulgativa y fue contratada por la Transcontinental Air Transport (la futura TWA) para promocionar la incipiente aviación comercial e influir al público, sobre todo a las mujeres, en la seguridad de los aviones puesto que si las mujeres desconfiaban, las familias no volarían. Llegaba su gran etapa de gloria y fama: su cara estaba en los anuncios y, posteriormente, inspiró muñecas Barbie y legos. Sus proezas fueron el pasaporte para predicar los valores feministas y demostrar lo alto que podía llegar una mujer si así lo deseaba. Nunca mejor dicho.
La vuelta al mundo
En 1937 se embarcó en la que fue su última misión: dar la vuelta al mundo siguiendo la línea del Ecuador en lugar de hacerlo por el hemisferio Norte. Su “más difícil todavía” supuso también su último desafío. Viajaba junto a su copiloto, Frederick Noonan en el Lockheed Electra, un bimotor para diez pasajeros convertible en bodega con un moderno sistema de radio que sus anteriores aviones no portaban para aprovechar el peso en combustible. Cuando llevaban dos tercios del trayecto de los 50.000 kilómetros previstos, la mayor distancia jamás recorrida por un avión, perdieron la comunicación con la torre de control y desaparecieron el 2 de julio en algún lugar del Océano Pacífico Central. Su destino era la Isla Howland, entre Australia y Hawai. El presidente Roosevelt no escatimó recursos para buscar a su aviadora más célebre enviando 9 barcos y más de 60 aviones a la zona del desastre sin resultado. La versión oficial de Estados Unidos fue que Earhart y Noonan se quedaron sin combustible y acabaron estrellándose en los confines del océano aumentando el impacto de Amelia en la historia de la aviación y firmando por siempre su leyenda.
¿Perdida en Nikumaroro?
Ochenta años después de su desaparición, la muerte de Amelia Earhart sigue sometida a un puñado de enigmas: que hubiera fallecido en el impacto contra el mar, secuestrada por el ejército japonés en las islas Marshall o que hubiera naufragado tras una avería de la aeronave. El investigador Robert Ballard, quien descubrió los restos del Titanic en 1985, tampoco consiguió poner fin al misterio tras meses buscando y una inversión millonaria. Un estudio de la Universidad de Tennessee ha descartado ahora la posibilidad de que los restos óseos hallados en la isla de Nikumaroro, un atolón deshabitado de 6 km de longitud y 2 km de ancho, fueran de un hombre tras su hallazgo en 1940 junto a licor, crema solar y trozos de espejos, confirmando la teoría de que Earhart naufragó en el islote, pasando días, incluso meses y no consiguió sobrevivir.