Vietnam, la herida abierta
Cincuenta años después, la Guerra de Vietnam sigue en el alma de Estados Unidos, que vio cómo la confianza en el poder militar y político se resquebrajaría para siempre
6 de enero 2021. Asalto al Capitolio. Una bandera llama la atención entre las insignias que mostraba la turba de asaltante. Un fondo amarillo con tres franjas rojas, la bandera de la antigua República de Vietnam del Sur, el estado que Estados Unidos trató de defender frente a su vecina y hermana, la Vietnam comunista dirigida por Ho Chi Minh. Aquella guerra pasaría a la historia como la Guerra de Vietnam. Una guerra que, como la bandera en el asalto del Capitolio demostraba, sigue siendo una traumática herida abierta en el imaginario político de los norteamericanos.
Este año, se celebra el 50 aniversario de la derrota norteamericana en Vietnam. En 1975, una Vietnam del Sur abandonada a su suerte por el gobierno norteamericano caía en manos del ejército norvietnamita y los revolucionarios de la propia Vietnam del Sur, el Vietcong. Múltiples documentales recuerdan la mayor derrota de la historia del ejército de los Estados Unidos. Más allá del aniversario y del recuerdo de aquel pasado horror, este aniversario constata dos hechos muy importantes para entender la actual situación política norteamericana.
Por un lado, el terrible impacto que tuvo la contienda en la sociedad norteamericana, mucho más profunda de la que pudiéramos pensar, y que aún persiste. Y, por otro lado, la importancia del trauma de aquella derrota para entender la actual polarización de la vida política norteamericana, de la que la victoria del trumpismo es su máximo exponente. Vietnam no solo fue una pesadilla de la que aún no han despertado los norteamericanos, fue también el comienzo de una época de división social, descrédito de la clase política y, sobre todo, de declive total de la imagen que los propios estadounidenses tenían de su propio país. Todo empezó en Vietnam, hace 50 años y sin Vietnam no podemos entender el presente político del país de las barras y estrellas.
La historia de aquel conflicto es harto conocida. Eran los primeros años de la década de los 60, Estados Unidos contaban con el prestigio del gran héroe que había librado al mundo de las garras del fascismo en la Segunda Guerra Mundial y era, además, la primera potencia mundial que nadie discutía en su posición de abanderado de la democracia mundial. A miles de kilómetros, Francia se retiraba de Indochina tras ser derrotada militarmente por los vietnamitas, al tiempo que las potencias occidentales dividían Vietnam en dos. En el norte, la Vietnam comunista de Ho Chi Minh y en el sur la República de Vietnam apoyada por Estados Unidos. Cuando el norte apretó para unificar el país y los propios comunistas del sur, el Vietcong, se sublevaron contra el gobierno títere del sur, Estados Unidos respondió dando inicio a la guerra de Vietnam.
La primera consecuencia del conflicto para la nueva potencia mundial fue el comienzo del fin del idilio entre los norteamericanos y sus propios políticos. John Fitzgerald Kennedy fue el primero en enviar tropas a Vietnam y su asesinato significó más que una tragedia nacional. Lyndon Johnson, sucesor de Kennedy, apostó por una victoria en una guerra total, no dudando en enviar a cientos de miles de jóvenes norteamericanos a matar y morir en la selva del sudoeste asiático. Todo esto, debido a unos responsables militares que desoyeron los informes de inteligencia que concluían que la de Vietnam era una guerra imposible de ganar. Las condiciones geográficas del país, la fuerte insurgencia en el propio sur con apoyo del norte comunista y la guerra de guerrillas en una selva como la vietnamita, hacían totalmente inviable la victoria norteamericana.
Documentos desclasificados hoy concluyen que Vietnam era para gran parte de los expertos militares una guerra imposible. Los asesores lo sabían, los políticos también pero, así y todo, la guerra continuó. Incluso el presidente Richard Nixon, que fue quien decidió terminar con la intervención, mintió descaradamente a la ciudadanía. Su política de fortalecer a la República del sur y su ejército, no era más que una maniobra para poder salir del conflicto, aunque ello significase abandonar al aliado survietnamita a merced de los comunistas, cosa que ocurrió con la caída de la capital, Saigón, en 1975. La derrota militar en Vietnam marcó un antes y un después en la relación entre los norteamericanos y las élites de Washington y, desde aquella fecha, la percepción que los norteamericanos tienen de su clase política no se ha recuperado del retroceso. Son muchos los historiadores que apuntan a Vietnam como la puerta por donde entró la desconfianza del norteamericano medio hacia sus gobernantes.
Esta desconfianza caló profundamente en todos los estratos de la sociedad norteamericana, dividiendo el país entre los que apoyaban la guerra y los que se oponían. Ruptura entre una clase conservadora que creía en la necesidad del esfuerzo bélico para evitar la caída de todo el sudeste asiático bajo el yugo comunista; frente a una juventud que se negaba a luchar en una conflagración que no acababan de entender. Censura social que fue ahondando y radicalizando con la brutalización de la guerra y el testimonio de los reporteros de guerra, testigos directos de matanzas como la de My Lay, que, por primera vez en la historia, lograron que las imágenes llegasen a las salas de estar de todas las casas del país todas las noches.
Como el mismo Trump reconocería, la polarización ya existía cuando él llegó, pero ha sido él, quien mayor tajada ha sacado a la división
Agrandar la brecha racial Aquella juventud se negaba a morir en las selvas de la manera que veía en los informativos de televisión, matando gente que no le había hecho nada en un país que apenas sabía colocarlo en un mapa. Las protestas antibélicas fueron en aumento y con ellas también la represión. El asesinato de cuatro manifestantes en la universidad de Kent, un ejemplo de la brutalidad represiva, agrandó más la separación que estaba emergiendo entre las dos Américas, la conservadora y anticomunista, que seguía a fundaciones extremistas como la Simon Birch, que veían en el Vietcong el fantasma del comunismo que traería al país el fin de los valores americanos y la América joven y progresista, que veía en el pacifismo hippy, en la lucha de los afroamericanos por sus derechos, e incluso en los grupos radicales izquierdistas como los Weathermen o el Ejercito Simbiótico de Liberación, el nacimiento de un Estados Unidos más justo.
Al mismo tiempo, la guerra también agrandó la brecha racial. La de Vietnam fue la primera guerra en la que se dio una incorporación masiva de afroamericanos al ejército, lo que alentó las marchas de Martin Luther King y la lucha en el sur racista por los derechos civiles de los ciudadanos afroamericanos. Sin embargo, mientras los hombres negros norteamericanos morían en las selvas de Vietnam, los familiares de estos soldados sufrían la segregación y el racismo en su propia casa. Símbolo de la oposición afroamericana a la guerra resultó el gran icono del deporte del momento, Muhammad Ali, que se negó a alistarse y llegó a pronunciar su célebre frase: “los vietnamitas no me han hecho nada, los racista de aquí sí”. Nada sería lo mismo desde entonces, ni siquiera Barak Obama, el primer presidente afroamericano, lograría aminorar la brecha que se abrió en los 60.
Pero no solo fueron afroamericanos los que sufrieron en la selva indochina. La Segunda Guerra Mundial fue sangrienta para Estados Unidos, pero nadie dudaba de la noble causa por la que sus muchachos luchaban y a los supervivientes que regresaban a casa de los frentes europeos, norteafricanos y asiáticos se les recibió con honores de héroes. De Vietnam, la mayoría de los veteranos volvían en estado de shock debido a la brutalidad de aquella guerra y al consumo de drogas por parte de los soldados para sobrellevar el estrés que les producía la barbarie. Además, cuando regresan a casa, los veteranos de Vietnam, al contrario que sus iguales de la II Guerra Mundial, eran tratados como asesinos, a lo que se unía la vergüenza por haber formado parte de una guerra que nadie deseaba. No es difícil de entender que muchos de aquellos antiguos soldados comenzasen a engrosar las nuevas milicias de extrema derecha que irían formándose a lo largo del país, y tampoco que estas milicias iniciasen el surgimiento de un discurso de odio contra el estado y el gobierno norteamericanos. Un monstruo que iría creciendo lentamente y que produciría hechos como el atentado de Oklahoma en 1995.
Vietnam o el inicio del declive
Vietnam también supuso claramente el inicio del declive de los Estados Unidos para la conciencia de muchos americanos. Si la II Guerra Mundial significó una hazaña, la liberación de Europa y el inicio de la era del dominio norteamericano sobre el mundo, Vietnam fue la primera gran derrota militar de los norteamericanos y para muchos, el principio del fin. La derrota de Vietnam no fue solo un fracaso militar, la guerra indochina significó un descrédito de la clase política y de los dirigentes militares, lo que trajo la división del país en dos bandos irreductibles, sin olvidar, la brecha racial que no volvería a cerrarse. Durante aquella guerra JFK fue asesinado y Nixon fue descubierto en la trama del Watergate. Las imágenes de los helicópteros saliendo de la embajada estadounidense de Saigón darían la vuelta al mundo. Estados Unidos no solo había perdido, había abandonado a su aliado. Nada iba a ser lo mismo. Ni siquiera el fin de la URSS borraría la herida vietnamita.
EE.UU. no aprendió la lección de la derrota y sus fracasos militares consecutivos no han hecho más que ahondar la sensación de declive
La derrota de 1975 no fue la última, se repetiría más veces. Estados Unidos no dejó de demostrar su poderío en el mundo, pero solo en 1991, en la operación Tormenta del desierto, con la liberación de Kuwait, logró una victoria clara. Hasta entonces y con posterioridad seguiría el mismo esquema vietnamita: Somalia, los Balcanes, Afganistán, Irak… Las imágenes de afganos intentando huir de Kabul agazapándose a los aviones norteamericanos en 2021 trajeron a la memoria de los norteamericanos a los survietnamitas tratando de alcanzar aviones y helicópteros norteamericanos con el fin de huir de los comunistas del Vietcong. Estados Unidos no aprendió la lección de la derrota y sus fracasos militares consecutivos no han hecho más que ahondar la sensación de declive que comenzó en el sureste asiático.
Un declive que ha venido a intensificar la polarización que sufrió el país en aquellos salvajes años. Brecha que no ha dejado de crecer en las siguientes décadas, hasta que Donald Trump y la nueva generación del Tea Party reconocieron la ventaja que proporcionaba la polarización al nuevo discurso populista y extremista que encarnaba el nuevo radicalizado partido republicano. Como el mismo Trump reconocería, la polarización ya existía cuando él llegó, pero ha sido él, quien mayor tajada ha sacado a la división del alma americana.
Desde entonces, la sociedad americana no ha hecho más que dividirse de manera cada vez más profunda, al mismo tiempo que el país ha tratado infructuosamente de mantenerse como primera potencia, pero con sonoros fracasos como el de Afganistán o el de Irak. Vietnam fue el inicio de un declive cuyas heridas han hecho posible la enfermedad del populismo que destroza actualmente la democracia americana. Estados Unidos jamás ha olvidado Vietnam, sigue sin superar aquella guerra, la sociedad estadounidense está más dividida que nunca y jamás ha sentido más de cerca el fin de su hegemonía como ahora. Ahí ha radicado la clave del fenómeno Trump. Superar Vietnam, unir de nuevo el país, seguir manteniendo la hegemonía mundial y hacer América grande de nuevo un programa-promesa que probablemente el populismo nacionalista de Donald Trump no logrará cumplir.
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