ace ya muchos años que los países iberoamericanos reciben ayuda policial de los Estados Unidos y también cooperación legal, tanto para juzgar como para encarcelar a sus delincuentes y evitar así las fugas y sentencias producidas por la corrupción local.
Las cárceles norteamericanas han sido mucho más difíciles para las fugas de los delincuentes encarcelados y, a pesar de la violencia que se registra en Estados Unidos, mucho más intensa y frecuente que en Europa, ha sido siempre un país mucho más seguro que la mayoría de las naciones del hemisferio.
Las zonas violentas han existido y han sido documentadas incluso en películas, como las luchas de las bandas de Nuevas York en West Side Story, o el crimen de Chicago en las películas dedicadas a las mafias norteamericanas, pero al cabo del tiempo muchos de estos delincuentes acabaron entre rejas y algunos funcionarios, como en Nueva York los alcaldes Giuliano y Bloomberg, pusieron coto a la delincuencia con refuerzos policiales importantes.
Esto explica que algunas veces, otros países prefieran que sus delincuentes más peligrosos estén encerrados en Estados Unidos, como ocurrió no hace mucho con el famoso mexicano El Chapo quien, después de fugarse repetidamente de cárceles mexicanas cumple ahora condena perpetua en Estados Unidos.
Pero la situación parece ir cambiando, a pesar de la época de bonanza económica de que los norteamericanos han disfrutado en los últimos años. Ahora, regiones enteras conocidas por su alto nivel de vida y de ingresos, parecen incapaces de luchar contra la plaga de vagabundos que inundan sus calles, instalan allí sus tiendas de campaña y las hacen intransitables debido a la violencia y la insalubridad provocada por los desechos humanos, pues los vagabundos no tienen a su disposición retretes ni agua corriente. Tampoco puede controlar la delincuencia y es frecuente ver hordas de malhechores que vacían establecimientos comerciales con impunidad, par no hablar de los casos trágicos en que un pistolero entra en un pequeño comercio y roba y mata al único o los pocos empleados que allí se hallaban,
El fenómeno no se limita a la costa pacífica, sino que afecta también a Nueva York, una ciudad en que la delincuencia no para de crecer y la calidad de vida no para de bajar. Incluso en Washington, conocida por sus zonas ajardinadas y ambiente tranquilo, han empezado a aparecer tiendas de campaña en parques y avenidas.
Esto va generalmente acompañado de un fuerte aumento de la delincuencia. En ciudades como Nueva York, el disgusto del ciudadano de a pie ha tenido ya consecuencias electorales, no en cambio de partido pues es un feudo Demócrata, pero sí en elegir a políticos más comprometidos con el orden público que los deseos de satisfacer a delincuentes y vagabundos.
Porque este fenómeno ocurre con la venia -algunos dicen complicidad- de los mismos funcionarios encargados de velar para que semejantes cosas no sucedan: son los fiscales, encargados de que se respete la ley, quienes se niegan a aplicarla y anuncian en diversos lugares que no se perseguirá más que a los delincuentes realmente violentos y dejarán pasar sin cargos las demás transgresiones, tanto si son robos como destrucción de la propiedad privada.
El credo político de estos funcionarios encaja con las corrientes más progresistas que hoy se registran en el país y en muchos lugares del continente, una corriente conocida en Estados Unidos como woke, dispuesta a romper con los moldes tradicionales en aras de un marcado progresismo.
Las imágenes de turbas dentro de comercios que saquean son constantes pero lo que falta son las detenciones y actuación de la policía para impedirlo. Algo que no ha de sorprender ante el escaso apoyo oficial del que gozan, el elevado número de víctimas entre las fuerzas del orden y la falta de medidas para proteger a la policía, además de sentencias moderadas contra este tipo de delincuencia. Como un círculo vicioso, esta pasividad de los gobiernos provoca aún mayor violencia.
El ciudadano de a pie, con un interés tan escaso por las teorías políticas como intenso por su propio bienestar, ha empezado a tirar la toalla y emigra a lugares más seguros como los estados de Florida o Texas, que están viendo fuertes incrementos de población. Sus residentes no está precisamente encantados con los recién llegados e incluso hay sugerencias para que se les prohíba votar de inmediato y se les aplique un "período de ajuste" a las nuevas realidades, pues temen que sigan votando como lo hacían en California o Nueva York y les lleven la peste de esta misma delincuencia de la que han huido.
Los residentes de Nueva York parecen empezar a reaccionar y han nombrado un alcalde que, si bien es el Partido Demócrata, más bien comulga con los planteamientos de "ley y orden" más comunes entre los republicanos, pero no sabemos aún si será capaz de resistir la reacción de algunos de sus correligionarios que se sienten traicionados, por no hablar de los propios delincuentes que se creen apoyados.
Entre tanto, al país van llegando más y más inmigrantes del continente que apenas tienen controles a la hora de instalarse en diversos lugares del país, y a quienes la falta de seguridad probablemente les es más habitual que a los norteamericanos.
Parece que, poco a poco, la relativa seguridad de que gozaban el país, en comparación con sus vecinos del sur, se va desvaneciendo y tan solo Canadá va quedando como un reducto de seguridad ciudadana.
La política migratoria es allá muy distinta: se promueve activamente la llegada de personas con la preparación necesaria para sus necesidades económicas y se trata de integrarlos rápidamente. Los canadienses tienen además una ventaja geográfica: antes de llegar a sus fronteras, hay que cruzar el vasto territorio de los Estados Unidos, donde la mayoría se queda por el camino. Los que perseveran tienen seguramente más disciplina y deseo de progresar.