l nuevo año se presenta mal para lo turcos y peor, para las aspiraciones del presidente Erdogan a ser reelegido en el 2023; ambos sufren la carga de una inflación galopante que el pasado mes de enero fue del 48,9%.
Estos problemas le llegan a Erdogan cuando se ha alejado políticamente de la Casa Blanca, algo que parecía especialmente de moda en los años del muy denostado presidente Trump. Aunque Siria era el caso más visible en la época de Trump, no era el único y la economía turca se ha ido tambaleando sin poder pedir ayuda a Washington.
También coinciden con el tenso momento internacional ocasionado por el riesgo de una invasión rusa de Ucrania. Turquía tal vez habría esperado tener cierta influencia, política y económica, en este cuestión pero sus problemas internos y su debilidad económica no se lo permiten.
Para el ciudadano de a pie, así como para las pequeñas y medianas empresas este elevado nivel de inflación es un duro golpe. Sobre todo, para la economía particular la situación es grave ya que alquileres y transporte se ha encarecido mucho más del 50% y prácticamente se han duplicado. En general, los mayores encarecimientos -ininterrumpidos desde el pasado mes de septiembre- se han registrado en el sector de los productos alimenticios.
La población soporta mal este endurecimiento de la vida. Las protestas crecen tanto entre el público en general como los sindicatos y el empresariado. La irritación es tanto mayor por cuanto el Gobierno y el banco nacional reconocen que la presión inflacionista -la mayor registrada en los últimos 20 años- va para largo.
Evidentemente, este panorama es horrendo para las esperanzas de Erdogan de ser reelegido el año próximo. Él y su partido AKP llegaron al poder en el 2003 justamente por haber prometido, entre otras cosas, combatir la inflación y en el haber de ambos está que cumplieron su promesa hasta el 2018. A partir de entonces el intervencionismo gubernamental en el sistema bancario nacional - una idea personal de Erdogan - ha llevado a la economía turca a hundirse constantemente y a una inflación galopante.
Y la memoria de los electores es corta, cortísima. Los éxitos de Erdogan de hace 20 años no influirán en absoluto en los próximos comicios presidenciales si la gente sigue teniéndose que apretar el cinturón. Erdogan lo sabe perfectamente y ha tomado ya una serie de medidas para paliarle el sufrimiento del gran público.
Lo malo es que estas medidas, que consisten principalmente en duplicar el salario mínimo, incremento de los sueldos y pensiones de los funcionarios o elevación del tipo de interés bancario, no son más que un parche y a la larga acentúan aún más la presión inflacionista en el país. Y para calmar la irritación, el gobierno también ha recurrido al viejísimo método de matar al mensajero: ha destituido al presidente del Instituto Estadístico Turco (Turkstat), Erdal Dinçer.
En cambio, lo que más necesita la economía turca en esta coyuntura - una política monetaria sólida y estable - no puede suceder mientras Erdogan siga en la presidencia del país. Al fin y al cabo, ha sido una iniciativa exclusivamente suya imponerle al Banco Nacional una política financiera errática, cuya única lógica ha sido la conveniencia a corto plazo de la política presidencial. Y hasta ahora a Erdogan no parecen haberle hecho cambiar de opinión ni la devaluación de la lira turca, ni el déficit comercial del país, del 241% pese a unas exportaciones que han ido creciendo y el año pasado alcanzaron los 10,4 mil millones de dólares.
Y es que, en contra de lo que parece creer Erdogan, el mandamás no tiene siempre razón.