ay un reino de los ciegos y es el nuestro de hoy en día. Y es el más deplorable reino porque, como señala el dicho popular, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
En realidad, este reino nuestro es el reino del no. El de los que no quieren ver la realidad; de los que no quieren trabajar; de lo que no quieren mejorar; de los que no quieren disciplina, sea esta la de hablar correctamente, o de vestir decentemente, o tener buenos modales; o... cualquier otra cosa: la lista porque sería abrumadoramente larga.
Pero si la enumeración de las dejadeces (que es lo que son en esencia esos noes) es enorme, la lista de las causas que han llevado a esta sociedad a considerar el pedir como un derecho y a entender la mejora y el trabajo como un pecaminoso elitismo de carcamales es larga. Pero se podría abreviar a dos causas principales: parasitismo y cobardía.
El parasitismo parece ser una enfermedad grave por el extremo mayoritario, mientras que la cobardía parece afectar al extremo minoritario de quienes son punteros.
En un extremo, es parasitismo puro reclamar bienes y derechos sin haber hecho nada más que nacer, pero la actitud de quienes reclaman es precisamente que el mero hecho de reivindicar constituye ya un derecho a obtener cuanto se desee. Al margen, naturalmente, de que sea posible conceder estas exigencias. El yo quiero es la ley fundamental del momento.
Y parasitismo intelectual es pedir lo imposible. No se pueden tener viviendas baratísimas -¡mejor, gratis!- para todo el mundo si no se construyen. Tampoco se puede tener un sistema sanitario gratuito si no se es capaz de pagarlo (medicinas, personal sanitario debidamente formado, hospitales, etc.), como tampoco hay comida llovida del cielo sin haber rezado siquiera. Porque la comida que entró una vez en la historia como caída sí del cielo -el maná- solamente se lo dio Dios a los judíos del éxodo -dice la Biblia- porque le adoraban y le rezaban.
La versión más modesta y terrenal -el panem et circensem del Imperio Romano- fue un fracaso, además de un engañabobos. Solo recibían pan y entretenimiento los habitantes de la ciudad de Roma, el resto de los ciudadanos del imperio tenían que rascarse los bolsillos o trabajar duro. Protestar, si es que lo hacían, era por lo bajini.
Por si fuera poco, este parasitismo de tener derechos y servicios por el mero hecho de pedirlos se suma a la incongruencia: si para tener, basta con pedir... ¿ Por qué no se pide también la inmortalidad, la eterna juventud, la salud inquebrantable y que den a luz también los varones ? Por pedir, que no quede...
Y esta actitud pedigüeña parece tan efectiva que aquí en Estados Unidos hay publicaciones de divulgación médica que empiezan a hablar de la muerte como de una lacra del pasado y que no afectará a las nuevas generaciones. Y otro tanto ocurre con la reproducción humana: entre los homosexuales crece la exigencia de engendrar nuevas vidas sin contacto heterosexual
Y como los males no vienen nunca solos, la sociedad actual socava sus cimientos por el lado de la minoría preparada que responde a las exigencias de las masas sumando al vicio de pedir el pecado de no negar.
Porque esta masa malcriada y engañada por unos obsesos del poder no pasaría de hecho episódico si las clases dirigentes de la sociedad no desertasen de su deber de dirigir y orientar a las masas.
Pero han desertado de la más ruin y cobarde de las maneras. Nadie ha tenido el valor de señalar lo absurda e irreal que es la mentalidad parasitaria, la adicción a la sopa boba. Y así, en vez de defender el bien hablar, es decir lo que se ha ido codificando en la gramática a través de los siglos, no usan ya, por ejemplo, el plural masculino para los conjuntos mixtos, los estadistas, los periodistas o los papanatas todos.
Ahora, un enorme montón de intelectuales y estadistas se ponen a aullar con los lobos y hablan de ciudadanos y ciudadanas, de seguidores y seguidoras, de comensales y comensalas y cualquier día de estos oiremos hablar también de papanatos y papanatas... Que de estos y estas hay montón
La inhibición de los dirigentes tiene muchas causas, desde la falta de valentía para oponerse hasta el contagio de la insensatez. Pero quizá entre las causas primeras figure la perdida de vitalidad de una sociedad -o de muchas, porque en este mundo nuestro globalizado el contagio intelectual es casi inmediato- que no ha sabido ni podido digerir el bienestar material, esta abundancia sin precedente en la historia de que gozan tantos países desarrollados.
Y resulta alarmante para nosotros, los habitantes de la sociedades industriales, ver como un Joe Biden se harta de prometer y no cumplir sin que nadie llame a arrebato en los EEUU. O cómo un Boris Johnson baila danzas y contradanzas de política sanitaria mientras la pandemia no disminuye en el Reino Unido. O un Erdogan hace de la judicatura una herramienta gubernamental. Nadie se rasga las vestiduras, ni en los respectivos países ni en las naciones vecinas.
Se ve que eso de disentir, oponerse y enfrentarse a los problemas, la forma en que en épocas anteriores se intentaba responder a los desafíos del momento, está ya fuera del poder de los hombres de la sociedad del bienestar.