os comicios presidenciales de este año han crispado la vida política estadounidense más que nunca. Y tanta pasión e intolerancia no se pueden explicar con la simple disyuntiva de optar por unos programas políticos y unos equipos gubernamentales. Tanta militancia se debe a que la nación entera se ha percatado de que una eventual reelección de Donald Trump significaría la ratificación de toda una concepción de la convivencia.

Y es que el presidente millonario plantea en EEUU una forma muy simple del viejísimo dilema entre un Estado paternalista e intervencionista - como propugnan los demócratas - y uno minimalista, en cuya sociedad impera el criterio de que cada palo aguante su vela, con las consecuencias de que se premia y aplaude el éxito y se menosprecia el fracaso, con todas sus consecuencias, desde caminos cerrados hasta el menosprecio social.

A Trump lo ven los demócratas como la faceta más dura y primitiva de la norma de que cada uno se apañe como pueda. Piensan que, para atender a sus seguidores e incluso incrementar su número, el aún presidente ha tratado de imponer a la vida estadounidense -desde la política exterior hasta la conducta policial local- una intransigencia primitiva y radical. Según este criterio, sus oponentes políticos nos aseguran que en el mundo trumpista los estadounidenses blancos, protestantes y adinerados son buenos. Y todo lo que no es eso, es automáticamente malo; malísimo si es extranjero y, sobre todo, económicamente enclenque.

Quienes ven, y presentan a los demás esta interpretación de Trump, hallan fácilmente condenas abiertas tanto en las capas dirigentes demócratas como en amplios sectores de la intelectualidad, que generalmente le son afines, convencidos de que si Trump repite mandato, no solo se quedarán ellos lejos del poder durante mucho tiempo, sino que la sociedad norteamericana se juega su modelo de existencia para un futuro a largo plazo.

Lo alarmante para EEUU es la fuerte polarización que hace a los dos bandos irreconciliables, y no solo por las posiciones encontradas y la casi imposibilidad de diálogo, sino porque hay masas que entienden la opción de Trump como su oportunidad personal de desquitarse de las humillaciones por sus límites intelectuales y sus escasas capacidades económicas.

Gane quien gane en noviembre, la polarización continuará y es incluso posible que el bando perdedor no admita los resultados electorales, mientras que el ganador podría lanzarse a una orgía de represalias, especialmente si ha estado en la oposición los últimos cuatro años. En las filas demócratas, hay quienes se frotan las manos imaginándose al presidente y su familia entre rejas, como si fuera una versión moderna y americana de la familia Romanov. Afortunadamente para los Trump, los militantes demócratas se oponen a la pena de muerte…