Eso de que “nunca se puede ser demasiado rico ni demasiado flaco”, aunque era una frase norteamericana favorita de Wallis Simpson, duquesa de Windsor, el siglo pasado, no parece que sea válido en los EEUU de hoy. La mitad del refrán ya perdió validez hace tiempo, porque de delgados los norteamericanos tienen poco, pues casi la mitad son obesos y las tres cuartas partes están gordos. Pero ahora también ha llegado el mal momento para la riqueza, que ha sido el credo de esta sociedad y de su política. No porque la gente abrace la frugalidad o ceda a impulsos altruistas para ceder sus bienes, sino por los problemas en que se ven involucrados personas e instituciones pudientes.
Últimamente se ha hecho evidente en las universidades, cuyos precios astronómicos de matrícula ya no garantizan una buena preparación académica, porque buena parte del dinero se va en instalaciones deportivas y alojamientos de lujo, en equipos de baseball, baloncesto o fútbol americano o en pagar una inflada nómina burocrática: la mayoría de las universidades tienen hoy más empleados administrativos que docentes. Las familias pudientes gastan pequeñas fortunas en enviar sus retoños a universidades de prestigio -y de precios exorbitantes, (60.000 € anuales entre alojamiento y matricula)- mientras que los jóvenes de clase media e incluso los pobres se endeudan para pagarse los estudios.
Estudiantes de todo el mundo vienen para conseguir el preciado galardón de una licenciatura o un doctorado americano y hoy en día el principal contingente llega de China, pero esta bonanza puede estar tocando a su fin: el prestigio de los títulos del país va a menos, dado que las instituciones no generan los resultados esperados, ni en excelencia académica ni en ingresos profesionales para sus graduados.
Y no solo eso, sino que las universidades fallan cada día más a la hora de abrir horizontes a los jóvenes y a diferentes ideas: se van extendiendo las “zonas seguras”, en que los hipersensibles miembros de la futura hornada de profesionales se sienten “protegidos” de ideas que les puedan ofender. Y si el dinero no hace la felicidad de los universitarios, todavía puede ser peor la situación para los padres de los estudiantes? especialmente si se trata de familias pudientes. El último escándalo afecta a un buen número de familias ricas que se pasaron en sus esfuerzos por conseguir plaza para sus hijos en una universidad de prestigio y que, además de fracasar en el intento, pueden acabar en la cárcel. Porque el ingreso en estas instituciones no está garantizado por una buena preparación académica ni por las notas que los estudiantes hayan conseguido en la escuela, aunque sean factores que naturalmente se toman en cuenta. En muchos casos, cuenta más el talento deportivo, incluso para disciplinas tan poco atléticas como el Derecho, la música o la economía.
Esto se debe a que los equipos deportivos universitarios tienen muchos seguidores y las universidades quieren reclutar a los mejores jugadores y con frecuencia aceptan, e incluso dan becas, a jóvenes con escasos logros académicos, pero con cuerpos musculosos. Esto ha dado pie a que familias sobornaran a los entrenadores con la ayuda de dos empresas dedicadas a facilitar el acceso a buenas universidades.
La fiscalía ha abierto ya expedientes contra 33 familias que donaron ilegalmente 25 millones de dólares en apaños con entrenadores y funcionarios de las universidades. Con este dinero, convencían a los entrenadores para que certificaran las supuestas grandes dotes deportivas de los estudiantes que aspiraban a ser admitidos y a los administradores para manipular los resultados de los exámenes, a cambio de pagos tramitados por los intermediarios. Los sumarios no se limitan a acusaciones de soborno, sino que en varios casos incluso apuntan a lavado de dinero, lo que podría llevar a sentencias más duras. Pese a todo su dinero, los padres millonarios no han logrado que sus hijos se valgan para conseguir buenas plazas universitarias y, lo que es peor aún, ellos mismos pueden acabar pasando una temporada en la cárcel. Naturalmente, todo tiene dos caras y aunque este dinero que ni sirve para mejorar el nivel educativo ni para mantener el prestigio de las universidades, sí beneficia al personal docente y administrativo hasta el punto de que las universidades son islas de privilegio en cualquier lugar se encuentren.
Esto hace más fácil de entender el triunfo de candidatos como Donald Trump que apelan a quienes no tienen privilegios: en West Virginia, uno de los estados más pobres y con peor nivel educativo, se llevó más del 60% de los votos mientras que en la capital federal, donde el porcentaje de universitarios es el más alto del país, no logró ni el 10%.