Entre la Grand Place, el lugar más turístico y visitado de Bruselas, Patrimonio Mundial de la Unesco, y la plaza comunal de Molenbeek hay entorno a kilómetro y medio de distancia. Apenas dos paradas de metro o un paseo de poco más de quince minutos andando que recorre una larga avenida de tiendas de diseñadores, bares y restaurantes que este sábado estaba particularmente desierta debido a la amenaza terrorista y las recomendaciones de las autoridades. La frontera física entre ambos mundos es un canal que la mayoría de los belgas no cruzan habitualmente. Y es que, salvo si uno quiere comprar comida mediterránea en sus tiendas de ultramarinos, fruta y verdura barata en sus mercados o ropa a menos de diez euros en sus bazares, no hay demasiados motivos para callejear por este barrio que desde hace una semana ha saltado a los medios de comunicación de todo el mundo como santuario yihadista en el corazón de Europa.

“Es un barrio normal, muy familiar, muy popular. No he sentido nunca falta de seguridad. Solo hay problemas en algunas calles”, insisten en repetir una y otra vez muchos de los vecinos de esta comuna, una de las más pobres de Bruselas, con una tasa de paro que ronda el 30% -33% entre las mujeres y 28% entre los hombres- y alcanza el 50% en el caso de los jóvenes en algunas zonas. “No hay zonas fuera de la ley. Molenbeek no es un centro de operaciones”, defendía Ahmed El Khannouss, concejal del partido democristiano francófono CDH, cansado de que equiparen su barrio a un santuario terrorista.

Lo cierto es que no es la única comuna donde este fenómeno lleva bullendo desde hace años sin que las autoridades hayan conseguido atajarlo. También han tenido problemas Malinas, Amberes o Vilvoorde. Pero nadie en el barrio puede negar que existe un vínculo directo entre el yihadismo y Molenbeek, una de las comunas con mayor densidad de población y donde residen 95.000 personas. Los dos tunecinos que asesinaron el 9 de septiembre de 2001 al líder antitalibán Ahmed Massoud, haciéndose pasar por periodistas, procedían de Molenbeek. Lo mismo que uno de los jóvenes relacionados con los atentados de Madrid en 2004, que terminó escondido y detenido en este barrio, o el asesino del museo judío de Bruselas en 2014 sin olvidar los atentados de principios de año contra la revista Charlie Hebdo o los intentos más recientes abortados en el tren de alta velocidad Thalys.

“Lo que ocurre es que aquí se puede pasar más desapercibido. Entre ir a Waterloo o venir aquí prefieren venir a Molenbeek porque aquí es más fácil pasar inadvertido”, dice un joven de origen marroquí, Ben Mohamed, que acepta al contrario que otros vecinos responder a las preguntas de algunos periodistas. Su argumento se resquebraja, sin embargo, cuando uno repasa el origen de parte del comando que atentó en Paris el pasado viernes. Y es que los jóvenes que se suicidaron no estaban solo de paso por Molenbeek. Habían crecido y habían sido educados aquí, y también se radicalizaron y acercaron al Estado islámico en el barrio.

Este es el caso de Bilal Hadji, el joven de 20 años que se hizo explotar frente al Estado de Francia, Ibrahim Abdeslam, que siguió el mismo camino frente a un restaurante de la avenida Voltaire o el belgo-marroquí Abdelhamid Abaaoud, el supuesto coordinador de los ataques que moría este miércoles en un apartamento del barrio de Saint Denis, a las afueras de París, tras una larga operación policial. Un joven que fue condenado en rebeldía por la justicia belga a finales de julio a 20 años de cárcel por terrorismo yihadista.

Gran parte de la población de Molenbeek es musulmana y un reflejo de la fuerte presencia de esta religión en el barrio es la gran cantidad de mezquitas que tienen, 25 oficialmente. “Los jóvenes según nuestra experiencia no se radicalizan en las mezquitas”, cuenta Olivier Vanderhaegen, responsable de la célula de prevención de la radicalización de Molenbeek que trabaja ya con una veintena de familias para impedir que más jóvenes del barrio se marchen a combatir por el Estado Islámico, que cifra entre 30 o 40. El proceso, dice, está más vinculado a las redes sociales pero admite desconocer lo que se esconde detrás de la veintena de centros de culto no oficiales que también existen en el barrio en pisos y bajos.

“Bélgica tiene que hacer limpieza”, pide con enfado Bachir, un joven de origen marroquí, que emigró hace unos años a otra pequeña ciudad de Flandes. “Tengo hijos y no quiero que crezcan rodeados de esta realidad”, sentencia en la misma plaza comunal de Molenbeek en la que el pasado miércoles entre 2.000 y 2.500 personas ponían velas y homenajeaban a las víctimas de París. Una presencia minúscula si se tiene en cuenta que en el barrio viven casi 100.000.