Oslo. Es 3 de septiembre. El avión de Lufthansa llega puntualmente a Oslo. Tras haber vivido en 2011 el décimo aniversario del 11-S en Nueva York, resulta sorprendente que en el aeropuerto de la capital en la que atentó hace 13 meses Anders Behring Breivik no haya ni un solo control de entrada. Sin duda, la magnitud del ataque a las torres gemelas del World Trade Center no es comparable con la de las acciones del islamófobo condenado ahora a al menos 21 años de prisión, pero la sensación que acompaña en el viaje por Noruega es diametralmente opuesta a la desconfianza, al rencor y al temor por la integridad característicos en otras poblaciones vapuleadas.
Es un día soleado, veraniego, y los ciudadanos se toman un helado en la Plaza del Teatro Nacional, o pasean a pie o en bici. La tranquilidad es la tónica general entre ellos, reforzada por esos agentes de policía que no van armados por la calle. En ese contexto relajado, Toril, una noruega de origen norteño que actualmente vive en Oslo, recuerda que el 22 de julio de 2011 "fue espantoso". Ese día ella estaba muy cerca de la explosión del coche bomba en el centro de la ciudad, y su madre, a pocos metros. "Todo el mundo conocía a alguien (de las víctimas). Tras el shock inicial, en mi móvil tenía 15 llamadas perdidas". Hoy en día, Toril es capaz de ver en la prensa escrita a Breivik, pero "si aparece en la televisión, la apago. Qué expresión de frialdad, está vacío por dentro. Que esté en la cárcel lo que haga falta", opina.
En cambio, como otros noruegos testados por DNA, Toril exime a la Policía de responsabilidades: "No podía estar en dos sitios al mismo tiempo", entiende, ya que Breivik atentó en Oslo para distraer la atención y luego llevar a cabo la matanza en la isla de Utoya. El saldo, casi 80 muertos. Esta mujer nórdica gesticula con sus brazos para distinguir que Breivik "es sólo una persona. El resto de los noruegos somos gente pacífica; somos un país pequeño, pero vivimos bien y seguros. No tengo miedo", asegura.
Avanzada la tarde, Pernille pasa, tras salir de trabajar, por delante de los edificios gubernamentales que se hallan en plena reconstrucción. Esta rubia hija de Oslo vio cómo los cristales del escaparate de su tienda estallaron en mil pedazos, saliendo disparados hacia el interior del establecimiento. No tuvieron heridos, pues se tiraron a tiempo al suelo. Si bien la que volvió a nacer el 22-J fue su madre, pues trabajaba en el edificio oficial más dañado, pero esa jornada libraba. Sus colegas sí resultaron heridos, narra hoy Pernille, aunque "actualmente estamos bien. No hay una descripción para aquello: sentíamos la presión de la bomba, el suelo retumbaba... todo estaba demasiado cerca", relata.
A diferencia de otros edificios públicos de Oslo, los sustitutos de los afectados por la bomba sí tienen, tras los atentados, "absolutas medidas de seguridad". Pero no hay ninguna expresión de revancha en la narración: "Somos un pueblo pacífico", corrobora Pernille, quien posa amablemente para la foto, aun saliendo "cansada de trabajar".
Custodiando los edificios cubiertos por mecanotubos y telas inmensas, se halla Olav en su garita. Este joven guarda de seguridad cuenta con cierta parsimonia cómo el área de un kilómetro viene siendo restaurada, y los tres edificios principales, completamente reconstruidos. ¿Y no sentiste miedo cuando te ofrecieron este puesto de vigilancia, tras los atentados? "No, no estaba asustado. Me sentí seguro", afirma.
el pueblo, a la calle No muy lejos de la zona más afectada, en la arteria de Oslo, Karl Johans Gate, Per busca suscriptores para el Aftenposten en la calle. Este alto y maduro noruego intenta captar más compradores de uno de los principales diarios de este país paraíso de lectores. El 22 de julio de 2011 se encontraba en su casa cuando estalló el coche bomba. "El problema es que la Policía llegó tarde", lamenta ante la exitosa estrategia de Breivik. "Las calles se quedaron vacías, pues la Policía acordonó la zona. Fue horrible", rememora.
En cambio, una de las reacciones más llamativas del pueblo noruego tras los ataques fue que, "a pesar de la tragedia, tomó las calles. Yo no estaba esos días aquí, pero nadie se quedaba en casa, y la gente quiso mostrar su repulsa, y que no tenía miedo. Las manifestaciones pasaban por poner flores en las calles para homenajear a las víctimas", observa la responsable de Visit Oslo Charlotte Skogen. Charlotte prefiere no hablar de ese capítulo y sí de las bellezas, indudables, de la capital escandinava. La verdad es que la mayoría de los noruegos consultados no parecen querer gastar mucha energía en comentar las acciones terroristas del islamófobo.
Y es que el espíritu del Premio Nobel de la Paz se respira donde encontramos a Per, el Grand Hotel, en el que tiene lugar la cena que confirma el ganador del galardón, y donde se suelen manifestar, en noviembre, detractores y partidarios de la decisión. Junto al fiordo de Oslo, en un espectacular Ayuntamiento, se entrega el premio. Al lado, el Peace Center despliega serenidad.
Svein muestra los preciosos fiordos por la ventanilla del avión a Oslo. Este noruego de unos 50 años habla de la "sorpresa" que supuso la matanza de Breivik para la población noruega, ya que se caracteriza por estar bastante cómoda con sus políticos y el bienestar social del que disfruta su país, rico en petróleo. Así lo corrobora Arlene, guía de origen austriaco pero afincada en Oslo. Con todo, Svein admite que, aunque no con grandes manifestaciones, el extremismo "existe en Noruega", y señala que el jefe de Policía que dimitió en agosto, Oystein Maeland, sólo llevaba dos semanas en el cargo cuando se produjeron los atentados del 22-J: "Su dimisión pudo ser un gesto de los políticos, ya que él no era responsable".
"Fue un shock para todos, pues era algo muy nuevo en Noruega, nunca había pasado", confirma Stine, una camarera en Flåm. En el hotel contiguo, Antonio, un asturiano casado con una noruega, reconoce que en el país nórdico son "muy entrañables, y tranquilos" y "quizás demasiado confiados, les falta la picardía de los países del Sur", ratifica. Fátima Domínguez, responsable de turismo en Flåm, verifica que los oriundos son "muy, muy tranquilos".
el espejismo de la seguridad Martes 4 por la tarde. A última hora, tras recorrer Oslo en horas libres, se impone no caminar más y tomar un tranvía. Está bastante lleno, y, al igual que por Karl Johans Gate, hay algún gitano rumano. Al salir, uno de ellos me sustrae una cartera de la mochila y echa a correr. Al instante, los noruegos hacen piña y uno de ellos le intenta dar alcance en su monopatín. Los oriundos se vuelcan en ayudar, como en el resto del viaje. Al día siguiente, la cartera es entregada en la embajada española. El jueves, Kristine explica en Flåm que ella dejó su Oslo natal porque es menos tranquilo y hay más delitos. Lo cierto es que en la zona de fiordos hasta olvidan cerrar con llave el coche...
Varias personas dicen haber sido robadas últimamente. Fuentes en Oslo indican que los gitanos están creando bastantes problemas allí. El fin de semana es noticia en la NRK la aparición muerta de la adolescente Sigrid Giskegjerde. Ha habido otras desapariciones. En los 90 hubo ataques mortales de los Black Metal. En Noruega pasan cosas, a pesar de sus grandes avances sociales...
Linda, nacida en Vietnam, cambió su nombre para vivir en Noruega, donde "no te dicen que no te dan un trabajo cualificado por tu origen, pero ponen pretextos". Marco es un italiano que trabaja en el famoso mercado de pescado de Bergen. "Si no fuera por los inmigrantes, el mercado cerraba. ¿Qué país no es racista? Que éste, tan rico y asediado, lo sea un poco es normal", estima.