CERCA de la Vía Dolorosa, en una de las callejuelas que serpentean en lo más hondo de la Ciudad Vieja de Jerusalén, se exhibe un cuadro de un tal Jewish Quarter. El óleo, mediocre pero puntilloso, muestra el Muro de las Lamentaciones a todo color, aunque el artista ha omitido las dos mezquitas que escoltan al lugar más sagrado de los judíos. No ha querido pintarlas, como si al borrarlas de su imaginación quisiera suprimir también la huella árabe que impregna este mundo laberíntico y bello, un espacio en disputa que los israelíes están dispuestos a recuperar a toda costa. Jerusalén es su capital y su ciudad sagrada, la que acabaron por conquistar en 1967, tras la Guerra de los Seis Días. Ahora pretenden normalizar la ocupación, que la anomalía se convierta en rutina, y se esfuerzan por crear un estatus en el que los judíos puedan moverse con comodidad, convirtiendo a los palestinos en seres invisibles, y, a la postre, carentes de derecho alguno.

Poco a poco lo están consiguiendo, pero a un alto precio, el que exige cualquier sociedad militarizada y sectaria. "Les han anulado como personas, los palestinos no son personas para ellos, y muchos, sobre todo en Tel Aviv, viven de espaldas a lo que pasa en los Territorios Ocupados, les da igual lo que pasa allí", explica Celine Gagne, una militante francesa de la causa palestina. Mahmoud Jedda, miembro de los Comités de Trabajo de la Salud, pone el dedo en la llaga: "Según la ley israelí los palestinos de Jerusalén son residentes permanentes y por lo tanto son beneficiarios de los mismos derechos y servicios que obtiene cualquier israelí, pero en la práctica no es así. Son sistemáticamente discriminados y son víctimas de la desidia del Gobierno municipal, en un intento deliberado por echar a los palestinos fuera de los límites municipales de la ciudad. Es una situación insostenible que los palestinos han de soportar todos los días. No es el proceder de un país democrático".

La ocupación se ha convertido en una excusa para expropiar tierras y el Gobierno israelí utiliza todo tipo de artimañas para hacerse con cada palmo de terreno: derribos de casas, discriminación en la construcción de edificios (la posibilidad de que un palestino consiga un permiso es nula), abandono de los servicios públicos (recogida de basuras, tratamiento de aguas residuales, protección social…), intimidación y acoso, prácticas violentas por parte de las fuerzas de seguridad y de los colonos (a menudo judíos ortodoxos), y aislamiento (han construido 168 kilómetros de muro en la ciudad, separando a familias enteras). "La última treta es curiosa -revela Jedda-, porque llevan años horadando el subsuelo de la Ciudad Vieja para ver si encuentran vestigios históricos que puedan avalar futuras expropiaciones y desahucios, ya que hay una ley que avala esta práctica".

AVISPERO Según datos recogidos por las ONG Biladi y Paz con Dignidad, a finales de 2008 la población total de Jerusalén era de 763.600 habitantes. De ellos 268.000 (35%) eran palestinos y el resto (64,8%) israelíes. A su vez, en la Ciudad Vieja (corazón de Jerusalén Este) conviven cerca de 35.000 personas hacinadas en menos de un kilómetro cuadrado formado por edificios antiguos y calles apretadas; un panal diverso, salpicado de puestos de venta, donde la miel no abunda. "Los colonos se están haciendo con casas que están en lugares estratégicos", denuncia Mahmoud Jedda. "Compran los pisos altos y desde ahí lo controlan todo", añade. La convivencia entre las dos comunidades no es fácil. Así lo constata Andrea Meloni, miembro de Paz con Dignidad: "No se hablan, no hay trato entre palestinos y judíos, funcionan como si los otros no existieran, pero cada vez que ocurre algo la policía sale en defensa de los colonos, que campan a sus anchas. El Estado de Israel les ayuda, porque confisca tierras o casas con cualquier pretexto y luego se las ofrecen a los colonos. Así han llegado a confiscar más de una tercera parte de la capital". La población árabe-cristiana de la Ciudad Vieja es de 32.000 habitantes, por 3.000 que suma la judía, aunque la proporción varía cada año. "Hay tal presión sobre los ciudadanos palestinos del núcleo urbano que algunos optan por marcharse, dejando el terreno libre para que entren los israelíes. Todo son trabas burocráticas para los primeros, y facilidades para los segundos. Los palestinos son ciudadanos de tercera en su propio país", concluye Andrea. Es más que eso, Israel quiere eliminarlos de su mapa. Y lo está haciendo a todos los niveles: este año han eliminado la ley que sostenía el árabe como segundo idioma del país y han suprimido también el capítulo de la Nakba (éxodo palestino de 1948) de los libros de historia.

cultura del miedo De momento, Jerusalén Este es feudo de los palestinos, y a pesar de las angustias y padecimientos cotidianos, encuentran cierto relajo en esta franja de la ciudad. Tras décadas de persecución y sufrimiento, aquí debiera fermentar la leche del odio, pero resulta curioso ver que la cultura del miedo está extendida, sobre todo, entre la población judía, presa de un pánico que se fomenta desde las altas instituciones: el miedo al otro. Los palestinos, que viven en clara desventaja -también en lo que respecta a los miedos y riesgos diarios-, soportan con más naturalidad este guión esquizofrénico, visualizan al ocupante de forma nítida y construyen su propio muro de las lamentaciones con retazos de una amargura que no les hace sentirse más fuertes. Ni tan siquiera la reciente bravata de su actual presidente, Mahmoud Abbas, ante la Asamblea de la ONU ha logrado encender los ánimos de los palestinos de la ciudad santa, que siguen con cierta indiferencia el devenir de los acontecimientos políticos. "Lo ven con mucha distancia y cierto pesimismo. Sus hermanos de Cisjordania y Gaza están rodeados pero tienen cierto autogobierno, pero ellos carecen de ese poder y están completamente controlados. En Jerusalén es más difícil que la gente se movilice", sentencia Mahmoud Jedda.