La verdad es que no es tan malo trabajar en el mes de agosto. La actualidad diaria se rebaja sustancialmente, la ciudad sigue ofreciendo gran parte de sus posibilidades e, incluso, en días de muchas suerte, puedes encontrar un hueco para aparcar en barrios como el Ensanche, que eso sí que es todo un lujo. Lo que ocurría antaño, con una desbandada generalizada del personal según subía Celedón a la torre de San Miguel, dejando las calles casi vacías, es cosa del pasado. Ahora, incluso, llegan turistas para disfrutar de los encantos locales. Los colegios están huérfanos de chiquillería y de todas sus servidumbres, como los atascos de tráfico generados por aitas y amas a la hora de llevar a sus churumbeles a clase. En los supermercados, las colas en las cajas son la excepción y hay huecos en las terrazas de la hostelería de moda. Incluso, la televisión generalista se reinventa con nuevos productos que, al menos en mi caso, me obligan a apagar el receptor y dedicar más tiempo de lo normal a la lectura de las novelas acumuladas que no ha dado tiempo a revisar. Lo único malo de todo esto es que, en apenas unos días, regresa septiembre, que acostumbra a ser un mes en el que para ponerse al día e iniciar nuevos proyectos hay que correr mucho. En cualquier caso, que nos quiten lo bailado.
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