Ya están aquí las elecciones europeas, que suene la Oda a la Alegría de Beethoven. O mejor no, que con estos llevamos cuatro comicios en el último año y no estamos para himnos. Pero hay que votar, sí. Siquiera para que ciertas listas de las 33 que concurren en circunscripción única se adjudiquen cuantos menos escaños mejor de los 61 que se dirimen en el Estado español. En concreto, todas las candidaturas que socavan principios fundacionales de la UE como el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad o la igualdad de género. Y también las que puedan ceder ante el racismo, la homofobia y la misoginia para ganar cuotas de poder. 

Se trata antes que nada de valores democráticos básicos como la dignidad humana y la libertad en un estado de derecho garantista, pero también de en qué manos dejamos competencias exclusivas de la UE, léase la política comercial o la regulación de un mercado único. Y otras atribuciones compartidas con los Estados miembros relativas a la cohesión económica y territorial, la política agraria, el medio ambiente o la energía, más la seguridad y la justicia en el espacio Schengen. Todo en serio riesgo y al cuadrado por la doble amenaza de la ultraderecha bajo los liderazgos de Meloni en ERC y Le Pen en ID, que podrían alcanzar al alimón mas del 20% de los 720 escaños para constituirse en segunda ideología tras el Partido Popular con un respaldo inédito –e inaudito– en Europa. Una hipótesis aterradora, más ante la probabilidad más que posibilidad de que la conservadora Von der Leyen reedite presidencia de la Comisión apoyándose al menos en la neofascista Meloni como diestra radical euroescéptica pero atlantista y proucraniana –mientras el grupo de Le Pen es partidario de Putin y aspira a dinamitar la UE desde dentro visto el desastre del brexit– en lugar de en socialistas y liberales como hasta la fecha. 

Esa puerta la ha abierto de par en par Feijóo, toda vez que ya ha naturalizado los pactos gubernamentales con Vox, sigla que arrancó esta campaña como adalid de la unidad de la ultraderecha global con Milei al frente de tal jauría. En contraposición, Sánchez intenta aglutinar el voto progresista en torno al reconocimiento del Estado Palestino y la vigorización de la Vieja Europa como fortín humanista, erigiéndose en referente de la socialdemocracia comunitaria más allá de las cuitas internas con el PP. Por su parte, Feijóo sigue asido al antisanchismo para cobrarse la revancha de su investidura fallida, situando en la diana a la inquilina de Moncloa aunque la Guardia Civil descarte cualquier delito.

Además de frenar a la ultraderecha –segura ganadora en Italia, Francia, Bélgica y Países Bajos–, tampoco pueden ignorarse otras necesidades como la integración de los pueblos que forman Europa con pleno respeto a las especificidades y a los sentimientos de pertenencia bajo una identidad continental. Comunidad de intereses –contrapeso de EEUU, China y Rusia– necrosada por un infame extremismo polarizador y en guerra cultural.