Ya lo siento si no bailo de contento con la aprobación de la ley trans. Soy de la generación que se partía la caja cuando en La vida de Brian, Stan, uno de los integrantes del Frente Nacional de Judea –¿o era el Frente Judaico de Liberación?– anunciaba a sus camaradas que quería ser mujer y les pedía que a partir de ese instante le llamasen Loretta. La discusión derivaba en si el hecho de que la tal Loretta careciera de matriz invalidaba su derecho “inalienable” a parir. Claro está, La vida de Brian le gusta a mucha gente porque cree que se ríe de otros que no son ellos. Soy antiguo, lo admito. Tan antiguo que llegué a ver esta película en pantalla grande. En mi descargo, y en el de los Monty Python, tengo que decir que en los años que se estrenó (1979), ni la cirugía, ni los tratamientos hormonales ni la propia sociedad estaba tan avanzada. Quizás será por eso que, aunque me alegro por todos aquellos y aquellas a las que la ley beneficia en sus aspiraciones más íntimas y aunque en nada quisiera menoscabar el derecho inalienable de nadie a sentirse –incluso ser– lo que quiere, faltaría más, no puedo ocultar cierta perplejidad con todo esto, empezando por la propia urgencia del texto legal aprobado. Pero ahí está, ya en el BOE, de modo que solo cabe esperar que no acabe produciendo más problemas que los que pretende solucionar. No se ha dicho mucho, pero la dimisión de la ministra principal de Escocia Nicola Sturgeon tiene mucho que ver con la erosión producida por la aprobación de la ley trans escocesa sobre todo tras la polémica surgida cuando, en el escaso periodo en que ha estado vigente, un condenado por violación se declaró mujer en virtud de la autodeterminación de género, de modo que no hubo más remedio que trasladarla a una prisión para reclusas. Imagino la cara de las candidatas a ser sus compañeras de celda. Miedo me da que nuestras legisladoras vuelvan a cagarla.