El fútbol hizo el domingo justicia con el mejor jugador de todos los tiempos en una final de infarto, ante un rival a la altura de la cita y además frente al joven Mbappé, heredero al trono del deporte rey. Messi puede lucir ya su emérita corona con la tranquilidad de que su sueño, el sueño de todos los niños que persiguen una pelota en cualquier parte del mundo, ni siquiera alcanzaba a brillar como lo hizo finalmente la realidad. Y dichos todos estos lugares comunes, ahora a ver si llegamos a saber a cuántos electos europeos ha comprado el país organizador del Mundial o si la cosa se queda en un par de detenciones, un indignado coro de lamentos y la promesa de que esto no volverá a pasar. En el mismo sitio que albergaba en su seno un mosqueante grupo de amistad UE-Catar, sin que nadie arqueara una ceja ni dejara de sonar por un momento el Himno a la Alegría, acaban de descubrir que aquí se juega, y todo el mundo se da golpes en el pecho, y lamentará en las elecciones del 24 el auge de los populismos y el descrédito de las instituciones. Y en la calle, y sobre todo en las redes sociales, seguiremos odiándonos entre iguales, y solo el fútbol podrá obrar el milagro de volver a unirnos, y vuelta a empezar.