urante años, en una de las estanterías de nuestro amado templo del cortado mañanero, entre varias botellas verdes, hubo una figurita de un Elvis cabezón, de esos a los que se les mueve la testa con un muelle. Al parecer fue un regalo de un distribuidor de una marca de cerveza, aunque existió la teoría de que se trataba de un juguete que en su día se olvidó el hoy becario del bar, es decir, el hijo de nuestro escanciador de café y otras sustancias. Sea como fuere, su único uso real se limitaba a cada 4 de agosto, cuando se utilizaba para sujetar entre sus brazos abiertos el puro del jefe del local antes de las seis de la tarde. Poco más. Pero un buen día, el Elvis cabezón, viejo, cascado, sin uso real ni interés, pasó a mejor vida. Acabó en la basura. Y no le debería haber importado a nadie, pero los viejillos nacieron para tocar las narices hasta el suspiro final. Así que acusaron al barman de atravesar una línea roja, de atacar el patrimonio social, cultural y vital de nuestro templo, de mutilar su espíritu, tradiciones y esencias. Con eso estuvieron bastante hasta que el otro día el jefe les preguntó si realmente les interesaba el Elvis cabezón o lo suyo eran solo ganas de perder el tiempo para no hablar de cosas más importantes, como pasa ahora con la cruz de Olarizu. Y en esa reflexión en voz alta, a mí me dejó la cabeza loca.
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