ace tiempo que me doy cuenta de que hablo más de virus, contagios y vacunas que de cualquier otro tema de los que antes copaban mis charlas de cuadrilla y/o familia. Aunque también es cierto que hace mucho tiempo que no me junto con la cuadrilla y/o familia, precisamente, para evitar el contagio de un virus que nos ha obligado a esperar una vacuna con la misma impaciencia con la que espera el campo alavés la lluvia de un abril que ha dejado de ser aguas mil. Y en esta conversación científica más habitual en la llegada de las y los bebés -donde casi toda la conversación circula en torno a los otros virus, contagios y vacunas- me da la sensación de que cada vez sé menos de nada a pesar de parecer casi médica, epidemióloga o microbióloga, con permiso de Miren Basaras. Y les confieso que estoy cansada porque no lo soy. Porque no estoy hecha para ser calculadora de Pfizer o AstraZeneca; o del parte diario del índice de contagio, por poner dos ejemplos. Pero sobre todo estoy cansada porque sigo viendo como aumentan el número de personas fallecidas por covid-19, mientras en la terraza del bar de abajo la gente no sabe tener la mínima disciplina con la mascarilla. Y, esos, desgraciadamente, no se cuentan sólo con los dedos de una mano.
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