ay un espejo en mi familia. Es enorme, desproporcionado, muy dorado y rococó. Supongo que hay uno en cada casa. Un espejo o un candelabro, una mesa o un collar... Algo que estuvo muy de moda y fue muy querido por alguien pero que hoy tan solo alimenta su recuerdo. Eso si no sirve para convertir a hermanos en irreconciliables enemigos. El otro día pensé en qué podría ser de ese espejo si llegara a mis manos, en cómo podría llegar a encajarlo en mi casa. Al final, la decoración refleja siempre lo que somos, y quien compró aquel espejo no fui yo ni su tiempo fue el mío. Pensé también que no quiero heredarlo nunca por la insoportable ausencia que supondría. Pero entonces imaginé a aquel antepasado comprando el espejo. En su ilusión, en el amor que reflejó en mi casa. Y en que de él vendrían después todos aquellos a los que aprendí a llamar familia. Recreé cómo debieron mirarse orgullosos mis abuelos con su hija, y en cómo ella se habría acicalado deprisa antes de salir corriendo a citarse con mi padre. Hoy me miro yo y pienso en todos aquellos que ya no se reflejan a mi lado por mucho que en mi memoria los vea tan claro. Y al pensar en todo esto y en los reflejos que están por venir ya no lo miro igual y ya no me miro igual en él. Y ya no contemplo mi vida sin él.
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