Hay un punto de injusticia, lo confieso. Aunque buena parte de los nombres de las casi mil víctimas mortales de ETA me suenan difusamente, reconozco que no podría ubicar a la mitad. De otras, sin embargo, guardo un recuerdo dolorosamente nítido. Así, jamás olvidaré la imagen de Manuel Zamarreño, hoy hace exactamente 25 años, abatido en un charco de sangre, mientras los primeros sanitarios que acudieron (inútilmente) al lugar de su cobarde asesinato, se esforzaban por tapar el cuerpo en un intento postrero por preservar su dignidad. Una moto-bomba había acabado con la vida del vecino de Errenteria, calderero de profesión, que solo un mes atrás había asumido la concejalía que había dejado vacante su amigo, compañero de trabajo y de militancia en el PP, José Luis Caso, al que, cómo no, también ETA había segado la vida.
“¡Vas a ser el siguiente!”, le gritaban esos vecinos que hoy nos dan clases de fascismo y antifascismo, sabiendo que su pronóstico iba a tardar bien poco en cumplirse. Eran los tiempos, yo sí me acuerdo (y Arnaldo Otegi, seguro que también), de aquella ponencia Oldar-tzen de la Izquierda Abertzale oficial que propugnaba “socializar el sufrimiento”. Eso se llevó por delante al bueno de Zamarreño y a un puñado más de tipos señalados para el sacrificio por las siglas en las que militaban, pero sobre todo, por la maldad inconmensurable de quienes ordenaban y ejecutaban, en este caso, como en tantos, el glorificado Txapote. Y todo no se quedó en la ejecución sumarísima. Durante años, su familia fue increpada en Errenteria. Hoy seguimos sin escuchar que matar a Manuel estuvo mal, ¿eh, Otegi?