Resulta muy difícil contener las lágrimas ante la nota que han escrito familiares y amigos de las mellizas Anastasiia y Aleksandra, que se suicidaron el pasado viernes en Oviedo. Con motivos, seguramente, para denunciar el tratamiento morboso de la tragedia, la respuesta de carril de las autoridades o lo que se apunta como actuación mejorable del centro en que estudiaban, el texto opta por un minucioso agradecimiento a la sociedad y las instituciones por el respeto y el cariño que han sentido en un momento tan amargo. Su única petición es que no se abandone a sus seres queridos y que, cuando el asunto pierda actualidad, se mantenga el apoyo a los padres para que se sobrepongan al dolor inmenso y sean capaces de sacar adelante al hermano menor de las dos adolescentes.

La contrapartida a esta reacción ejemplar y descarnadamente generosa debe ser, por supuesto, procurar el amparo a la familia destrozada, pero también, investigar lo ocurrido hasta el último detalle. Es algo que se debe a las mellizas que saltaron por la ventana y a su entorno, pero especialmente a los miles de jóvenes que ahora mismo pueden estar planteándose acabar con sus problemas del mismo modo que hicieron las dos hermanas o, hace apenas tres semanas, también en Asturias, una chica de 20 años llamada Claudia, que, antes de lanzarse al vacío desde un acantilado, dejó una nota denunciando el despiadado acoso escolar que sufrió durante años y al que nadie puso freno. Si de verdad queremos que Anastasiia y Aleksandra sean las últimas, hay que dejar de mirar hacia otro lado.