13 de marzo de 2013

– Guardo un curioso recuerdo de la tarde en que se esperaba la elección del sustituto del dimitido Benedicto XVI. Por entonces, yo presentaba el programa Gabon en Onda Vasca, cuyos estudios en Bilbao estaban y siguen estando en Arrupe Etxea, es decir, la sede la comunidad jesuita en la capital vizcaína. Mientras me fumaba un cigarrillo en el exterior del edificio –aún mantenía el vicio–, trabé conversación con uno de los religiosos del centro. Cuando le pregunté qué creía que iba a pasar en el cónclave, el cura me dijo rotundamente: “Pues que van a escoger a cualquiera menos a un jesuita”. Muy pronto llegó el desmentido. Poco después de las siete, el humo negro de la chimenea de la Capilla Sixtina se fue volviendo blanco. Una hora más tarde, se abrió la ventana, salió el cardenal Jean Louis Tauran, pronunció el archiconocido “Habemus Papam!” y nombró al eminentísimo Jorge Mario Bergoglio, que asumía para su pontificado el nombre de Francisco. “Menuda puntería, padre”, le dije al día siguiente a mi interlocutor, que no acababa de creérselo.

Pasado mejorable

– También tengo fresca la primera columna que escribí aquí mismo al respecto. Ciertamente, no me mostré muy esperanzado. El Bergoglio que conocía yo, y no solo de oídas, era un tipo que pasó toda la dictadura argentina mirando hacia otro lado o, peor, bendiciendo a los genocidas que promovían la tortura y la desaparición por métodos inhumanos, no ya de los opositores al régimen, sino de cualquier persona sospechosa de serlo o señalada por los palmeros de los milicos. Su comportamiento en esos años no fue nada edificante. Y tampoco parece que se haya esforzado demasiado en mostrar arrepentimiento ni sentimiento real de culpa por haber sido tan complaciente con los seres que incurrieron en esas prácticas nada piadosas. Supongo que es llevar a la literalidad el principio bíblico: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.

respeto

– Diez años más tarde, habrá que conceder, que sin haberse desprendido de esos pecados, Bergoglio, o sea, Francisco, ha liderado no pocos cambios de calado en la Iglesia católica. Sobre todo, claro, si lo comparamos con sus antecesores Ratzinger y Wojtyła, que a punto estuvieron de reinstaurar el santo oficio y en cuyas biografías personales hay oscurísimos armarios donde se mezclan las simpatías con el nazismo con el silencio ante la pederastia en el ámbito eclesial. En esto último, hay que reconocerle al argentino la determinación para levantar la alfombra. Solo por eso merece un respeto incluso de los que no profesamos su fe.