LAS revueltas contra la imposición del velo en Irán han cumplido dos semanas. Se ha perdido la cuenta de los muertos provocados por la brutal represión del régimen teocrático. De heridos y detenidos, ni hablamos. Menos, en esta parte del mundo, que apenas mira de refilón la heroica insurrección de las mujeres -y muchos hombres, no lo pasemos por alto- que se están jugando literalmente la vida en las calles en nombre de su libertad y su dignidad. Y sí, es cierto que los medios estamos ofreciendo la información, acompañada de las correspondientes imágenes, de las protestas, pero me temo que con muy poca repercusión. La pregunta es: ¿por qué?

Si les soy sincero, no tengo la respuesta. De hecho, soy incapaz de comprender esta pachorra o, más bien, este silencio clamoroso ante una causa tan noble. Se echa especialmente en falta a las y los campeones mundiales de la sororidad y la denuncia a todo trapo del heteropatriarcado rampante. Quizá ha habido algún que otro tuit dejado caer como quien no quiere la cosa, pero la tónica general está siendo ponerse de perfil y silbar a la vía. Las mismas personas que afean (y no diré que sin razón) la utilización del lenguaje no inclusivo o que una tertulia no sea paritaria no encuentran que sea motivo para alzar la voz el asesinato de una joven porque no llevaba el velo de forma correcta. Aquí es donde vuelvo a preguntar: ¿por qué? Tal vez porque también esas y esos adalides de las verdades verdaderas han establecido, no ya en Irán sino a nuestro alrededor, que el velo no es un signo de imposición machista sino de empoderamiento de las mujeres que lo llevan.