tra vez toca aplicarse la misma cantinela. Mañana nos pasaremos el día recordando que a las dos de la madrugada serán las tres y el domingo echaremos un buen rato cambiando los relojes que no lo hagan automáticamente, que todavía son unos cuantos. Se supone que la ventaja de este viaje es que se nos alargará la luz de las tardes, lo cual en sí mismo no está mal, pero sigue sin compensar el mareo y la sensación de descoloque que vamos a tener durante unos días. Sí, pocos, porque la capacidad de adaptación es una de las señas de identidad (qué remedio), de la especie humana. Insisto en cualquier caso en que es un quebradero de cabeza que nuestras queridas autoridades podrían evitarnos.

De hecho, estaba todo preparado para que hubiera sido así. Después de años escuchando a sabios y más sabios, la Comisión Europea anunció que en los primeros años de esta década nos quitaríamos de encima la jodienda. Se había concluido lo que los que no somos sabios intuíamos: que los inconvenientes eran mayores que las ventajas. Incluso se ponía en duda el presunto ahorro energético que quizá durante la segunda mitad del siglo pasado tuvo algún sentido. De pronto, y sin mediar grandes explicaciones, nuestro gozo se fue directo al pozo. Nos informaron de que el consenso se había roto y que había que prolongar la vaina durante unos años más. ¿Cuántos? Pues, me temo que nos queda un rato. El Boletín Oficial del Estado publicó la semana pasada las fechas de los próximos cambios de hora hasta 2026. Así que será mejor que los que lo llevamos fatal vayamos armándonos de paciencia.