- Las cifras de asistencia a la manifestación “en defensa del campo” del pasado domingo en Madrid oscilan entre las 100.000 personas que contó la Delegación del Gobierno español y las 400.00 que les salieron a los organizadores. Dejémoslo en la mitad: 200.000. Sigue siendo una movilización más que notable. Desde luego, bastante más numerosa que otras que hacen derretirse a los medios de la ortodoxia progresí. Así que, de entrada, un respeto. Que puede ser del todo cierto que algunos de los participantes eran, cuando menos, extravagantes, por no decir radicalmente ridículos en sus cartelones y en sus consignas. Y también que Vox, PP y los restos de serie de Ciudadanos aprovecharon el viaje para retratarse literalmente en primera línea de pancarta. Pero hay que estar tocado de un supremacismo moral del carajo de la vela para tachar de miembros de la extrema derecha, aliados de Putin o señoritos millonarios a todos y cada uno de los que sintieron la necesidad de recorrer muchos kilómetros desde su pueblo para expresar su sensación de abandono y su cabreo.
- Manda muchas narices que buena parte de esos insultos provengan de los urbanitas requeteguachis que de un tiempo a esta parte no dejan de cantarnos las mañanas con ese producto de marketing bautizado como “España vaciada”, variante mejorada de la inicial “España vacía” a secas. Toda esa peña que no distinguiría una plasta de vaca de una mousse de chocolate y que cree que la despoblación que lleva más de un siglo produciéndose se arregla dando subvenciones para vender mermeladas artesanas se revuelve ahora contra sus buenos salvajes y los pinta como patanes sumisos al terrateniente y, por descontado, fascistas desorejados. Luego se preguntarán por qué en las zonas rurales no se comen un colín. Aunque, claro, enseguida encuentran la respuesta en el bucle anterior: es que son fachas.
- Pues no. No son fachas. O no en mayor proporción que entre la población de las ciudades. Para empezar, tendríamos que entender que cuando hablamos del campo no nos referimos a una sola realidad. Ahí caben desde las pequeñas explotaciones familiares a las grandes empresas que tiran de mano de obra precaria y medios de producción agresivos con el entorno pasando por cooperativas. La diversidad es considerable, pero en todo caso, sí podemos caracterizar a la mayoría de los que viven de la tierra como personas que arrastran décadas de agravios y olvido. Escuchar y respetar sus quejas es lo menos que se puede pedir.