primera hora de ayer fue solo el rumor que, según el clásico, es la antesala de la noticia. “Munilla podría ser nombrado obispo de Orihuela-Alicante”, decían los titulares, y lo que se me vino a la cabeza antes que cualquier otra consideración fue que hacía un huevo de tiempo que no sabía nada sobre él. Juraría, de hecho, que la vez anterior en que su nombre apareció en los medios también se trató de una especulación, solo que en esa ocasión no se cumplió. A Zamora lo mandaban entonces.
Ahora, sin embargo, el chau-chau se ha confirmado. Después de doce años, el peculiar monseñor pone rumbo al sudeste peninsular, allá donde se baila Paquito chocolatero. Se podrá vestir de lo que quieran, que no deja de ser una degradación del quince, cuando no una humillación indisimulada por parte de la jerarquía actual de la Iglesia. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que los gerifaltes episcopales de entonces lo eligieron para poner orden en una de las diócesis tenida por más levantisca. No tuvo lo que se dice un recibimiento amable, con tres cuartos de los curas de base mostrando su recelo por escrito.
Quizá me haya perdido algún episodio, pero diría que al final la sangre no llegó al río. Munilla no pudo doblegar lo indoblegable y tuvo que acogerse a la cristiana resignación. De tanto en tanto dio de qué hablar por algunas de sus homilías de pata de banco. O por su tibia actuación cuando estalló el caso de abusos sexuales a menores de un destacado prelado. Total, que en la despedida con la casulla entre las piernas cabe desearle que lleve tanta gloria como paz deja.