os aniversarios de la Constitución española se parecen unos a otros como gotas de agua. En estos ya 43 años nunca han faltado exageraciones celebratorias, sobreactuaciones a la contra y, en el terreno tibio donde este servidor se siente más cómodo, adhesiones o desmarques sin elevar demasiado el tono. Incluso, a veces, con espíritu constructivo por parte de los (valga la casi redundancia) partidarios y de quienes no lo son. Lo que ocurre, es decir, lo que ha venido ocurriendo, es que todas las buenas intenciones chocan con una realidad incontestable: va a ser prácticamente imposible sumar una mayoría suficiente para cambiar un texto que, se mire por donde se mire, se ha quedado bestialmente anticuado. Aunque concedamos la mejor de las intenciones a sus redactores, que es demasiado conceder, su obra no responde a las necesidades de la sociedad actual.
Y ya no hablo solo de lo territorial ni del papel que se otorga a la monarquía o al ejército y las fuerzas de seguridad. Acabamos de ver que ni siquiera sirve para enfrentar una emergencia sanitaria. Mucho menos, si su interpretación se deja en régimen de monopolio a una institución ideologizada hasta la náusea como es el Tribunal Constitucional. Por mucho que se mejorara, al final la llamada Carta magna no dejará de ser un papel sujeto a la última palabra de un grupo de personas que no se ajustarán a la literalidad del articulado sino a su propio credo político. Pero también hemos comprobado recientemente que los dos partidos del gobierno y el principal de la oposición bendicen este modo de funcionar.