La edad del próximo presidente de los Estados Unidos adquiere importancia en los diagnósticos sobre la orientación de su mandato y, en consecuencia, de la incidencia del mismo en la economía y la geostrategia global. Si fuera Joe Biden, concluiría su mandato con 86 años; si fuera Donald Trump, con 82. Si en el primero se empieza a proyectar la sombra de una duda sobre sus facultades para mantener la tensión, la responsabilidad y el ritmo de actividad exigida por el cargo, en la imagen del segundo no parece hacer mella el hecho de que solo sea cuatro años menor. En una tendencia global –aunque muy dispar geográficamente– hacia una mayor esperanza de vida, el período de actividad pública, política y el ejercicio de responsabilidad se dilatan acordes al perfil de la sociedad. En ese sentido, se contraponen dos realidades simultáneamente: un indeseable fenómeno de edadismo que desmerece, que aparca y desactiva el valor de la experiencia en la vida diaria y que afecta a las personas y su calidad de vida, y una gerontocracia en paralelo que puede resultar limitadora ante el vértigo de las transformaciones no solo de la tecnología sino de las pautas de actuación de la propia sociedad. La cualificación profesional, política y personal de una persona atesora un activo de experiencia que resulta valiosísimo para afrontar esas transformaciones frente a la inercia de la velocidad. Lo que no quita para que la capacidad de nuevo aprendizaje y agilidad en el desempeño se vean objetivamente mermadas con la edad. En política, el equilibrio entre ambos factores es fundamental y en Estados Unidos la situación tiene más que ver con la accesibilidad a su ejercicio, tradicionalmente reservado a élites intelectuales y económicas, como en Irán –por citar el extremo contrario– lo está a las teológicas. La endogamia del modelo reduce las opciones y la representación se vuelve menos importante que la preservación de principios... o intereses. La edad del mandatario se asocia a limitación de sus capacidades pero el auténtico peligro para la acción política democrática está en los principios que se abandonan o sustituyen por un ejercicio de marketing, con independencia de la edad. Renovar el ímpetu con el que se defienden es importante y equilibrarlo con una perspectiva que vaya más allá de lo inmediato atenúa los errores del adanismo en política.