Nayib Bukele se anticipó a los resultados electorales para proclamar su reelección como presidente de El Salvador en un síntoma del modelo de gobernanza que se ha consolidado en el país y que, en cualquier caso, ha obtenido un refrendo aplastante de la ciudadanía que nadie cuestiona. Bukele mantiene al país en un estado de excepción desde hace casi dos años, sometiendo derechos y libertades y ha abierto con ello la incómoda perspectiva de que las democracias acosadas por el crimen y la desestructuración social puedan abrir la puerta a la autocracia con el apoyo de una mayoría de la población. Bukele accedió a su primera presidencia con la promesa de una guerra sin cuartel contra las maras juveniles y las organizaciones criminales que acosaban situaban a El Salvador en el umbral de un Estado fallido. En esa tesitura, los derechos y libertades no adquieren la trascendencia debida en el imaginario colectivo y acaban supeditados al ansia de seguridad. La insostenible persistencia de una violencia diaria en las calles del país no halló mecanismos de respuesta por métodos respetuosos con los derechos humanos. La estrategia militarizada de Bukele ha sido la de los arrestos de decenas de miles de presuntos delincuentes que viven en un limbo legal en las cárceles, sin juicio ni tutela judicial efectiva, la anulación de derechos civiles que han mermado las posibilidades de la acción política democrática y han puesto el país en las manos de un liderazgo que ha arrasado a su oposición y no estará condicionado por su control político. Desafiante ante las denuncias de organismos internacionales que advierten de violencia arbitraria, torturas y muertes en custodia, Bukele renuncia a la formulación clásica de democracia y la resume a la utilidad de la legitimación por el sufragio. En otros lugares dentro y fuera de Latinoamérica, no pierden de vista la evolución del experimento porque padecen el mismo escenario de violencia que desafía al Estado. Éste, nacido para garantizar la seguridad colectiva, queda en manos de un liderazgo emanado de las urnas de manos de una mayoría social dispuesta a renunciar a una parte de sus derechos cuando esa seguridad se percibe amenazada. Una prueba incómoda para las democracias, que ya se deslizaron en el pasado por la pendiente del populismo autocrático con consecuencias trágicas.