La resolución adoptada por la Corte Internacional de Justicia (CIJ), el alto tribunal de la ONU, en la que ordena a Israel que tome todas las medidas necesarias para evitar un genocidio en Gaza debiera haber sido un aldabonazo ético y político que supusiera un punto de inflexión en la brutal ofensiva que lleva a cabo el Gobierno hebreo en la Franja. Todo indica que no ha sido así. Las primeras valoraciones sobre el fallo realizadas por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en las que no disimulaba su alivio y reiteraba su objetivo de “victoria total” en Palestina, ya apuntaban a que el Estado judío interpretaba la decisión de los jueces como un triunfo, en especial porque no exigía un alto el fuego inmediato como solicitaba Sudáfrica como parte demandante en el proceso. El balance de más de 170 gazatíes muertos en las 24 horas siguientes habla a las claras del nulo acatamiento del fallo. Además, la supuesta implicación de miembros de la Organización de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UMRWA) en apoyo a Hamás y la respuesta de nueve países suspendiendo la financiación a esta organización humanitaria refuerzan también la posición de Netanyahu. Con todo, la resolución del tribunal de la ONU es histórica por cuanto en esta ocasión no ha desestimado la demanda en una acusación tan grave como la de genocidio –una posibildad que considera “plausible”– y se ha declarado competente para juzgarla. La Corte Internacional de La Haya tiene razones e indicios suficientes para considerar que podemos estar ante un riesgo cierto de genocidio. El alto número de civiles muertos por bombardeos que pueden ser indiscriminados, los desplazamientos forzados de decenas de miles de personas obligadas a abandonar sus casas, la falta de condiciones para la vida como la ausencia de comida, agua y sanidad viables son motivos suficientes para que la ley internacional se imponga. Sin restar gravedad –al contrario– a los crímenes de Hamás, el fallo debe ser atendido por Israel con carácter inmediato, tal y como ha exigido también la Unión Europea. No solo porque las resoluciones de la CIJ son vinculantes, sino porque está en juego la vida de centenares de miles de personas y la vigencia real del derecho internacional y de los tribunales competentes.