El Gobierno de Pedro Sánchez anuncia un mecanismo para limitar el acceso de menores a contenidos pornográficos en internet, dentro de una estrategia aún incipiente que requiere de una aproximación muy poliédrica y también espinosa. En primer lugar, el enfoque resulta oportuno porque no cabe duda de que la facilidad de acceso a contenidos pornográficos incide en la percepción que los menores tienen del sexo y la forma de gestionar la afectividad constatados por estudios pedagógicos y sociológicos rigurosos. En ese sentido, un control del acceso es una medida oportuna. No es suficiente enfocarlo como un mecanismo de protección a los menores cuando es constatable que la búsqueda activa de estos contenidos también es una práctica y una mayoría no llegan a ellos de modo accidental. Save The Children constató ya en 2020 que más de la mitad de los menores han accedido a estos contenidos antes de los 12 años, que siete de cada diez adolescentes consumen pornografía de modo habitual y que un 30% aseguran que es la única información sexual que han recibido. Esto nos lleva a otros aspectos del problema. En primer lugar, la falta de formación afectivo-sexual no parece estar entre las preocupaciones de la sociedad tanto como sus consecuencias. La distorsión de la imagen sobre las relaciones sexuales, sus implicaciones y el modo en que se accede a ellas está en el origen de muchas actitudes violentas, discriminatorias o utilitaristas del cuerpo de la pareja. El imaginario pornográfico, según las prácticas y actitudes que se escenifican en él, contribuye a normalizar la cosificación de las mujeres mediante la práctica sexual. En ese sentido, la apología que contiene resulta cuestionable y no un mero divertimento de adultos. Su rechazo o aceptación no tiene que ver con una actitud moral más o menos abierta sino con sus carencias éticas por actitudes que exaltan y viralizan la relación sexual no basada en el respeto y la libre elección sino en el marketing social que las arropa como emblema positivo de modernidad o éxito per se. Romper ese bucle requerirá racionalizar la sexualidad sin ocultarla ni exaltarla por interés –hay un multimillonario negocio tras la pornografía–, aplicar herramientas de formación y conocimiento que den recursos a los menores para gestionarla con naturalidad.
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