El año que termina ha sido el segundo de ocupación militar rusa en Ucrania, pero en febrero se cumplirá una década del conflicto auspiciado por Moscú que propició la segregación de Crimea, Donbass y Lugansk. En este tiempo, la solución militar ha sido la apuesta como mecanismo para restaurar el derecho internacional pero, en la práctica, solo se ha traducido en decenas de miles de muertes de civiles y militares y el mayor desplazamiento de refugiados desde la II Guerra Mundial. Hasta 14 millones de personas viven como desplazados internos, fuera de sus hogares, y en el extranjero. El conflicto está enquistado y la perspectiva de una victoria militar de una de las partes es quimérica. Su cronificación va en contra de los intereses de Ucrania, toda vez que la estrategia de hechos consumados sobre el terreno le ha dado éxito a Vladímir Putin en sus intereses, que van más allá de la mera posición estratégica del Mar Negro y busca frenar al rival político, económico y militar que es la Europa Occidental a través de la Unión Europea (UE) y la OTAN. El desgaste del régimen ruso, manejado como estrategia por Europa y Estados Unidos, no está teniendo efecto. El control político y la represión de la disidencia es completa en Rusia y el pensamiento único de su presidente tiene todos los resortes de la comunicación y la coerción para impedir una respuesta social organizada. Así las cosas, el desgaste de las partes es económico y la propia naturaleza democrática de Europa juega en detrimento de la firmeza. Las sociedades europeas están cansadas de un conflicto sin aparente solución, que ha deteriorado su poder adquisitivo y que aporta incertidumbre en la economía. Se alzan voces, a ambos lados del Atlántico, que manejan el eufemismo de no alimentar el esfuerzo bélico y reconducir la crisis hacia la diplomacia, aunque significan aceptar el resultado de la invasión rusa y pactar con Moscú un nuevo estatus de estabilidad. El desgaste económico alimenta renunciar a principios por intereses políticos y Kiev puede verse cada vez más sola. En Europa hay una guerra que es imperioso parar pero también una amenaza a la democracia que no se debería premiar. Porque, si la UE es una tabla de salvación para la democracia en Ucrania, su propia integridad se ve amenazada por el belicismo del régimen ruso.