La ratificación de la suspensión de inmunidad del eurodiputado Carles Puigdemont ha vuelto a poner sobre la mesa una pugna estéril cargada de circunstancias que siguen alejando de una solución justa y duradera al problema del reconocimiento de las naciones dentro del Estado. Para empezar, la figura de Puigdemont se ha desgajado del debate de Catalunya. La simbología en torno al expresident no favorece el procès entendido desde el objetivo del reconocimiento del derecho a decidir que asiste al pueblo catalán. Su situación personal debe quedar resuelta sin excesos, sin revanchas y sin la tentación de pretender que el problema territorial, la multinacionalidad no asimilada en el Estado español, se puede resolver mediante un procedimiento judicial sancionador. El origen de la ruptura es precisamente la judicialización del sentimiento nacional catalán. La pretensión de apagarlo mediante la restricción normativa y la intervención de los tribunales. Desde el primer recurso al Estatut propiciado por el Partido Popular, hasta la criminalización del movimiento soberanista. Hoy, la capacidad de autogobernarse se articula en parámetros diferentes a los del Estado-nación clásico porque la interdependencia alcanza todos los ámbitos del bienestar ciudadano, como acredita la experiencia que ha exigido coordinar las grandes políticas económicas, sociales, sanitarias, migratorias,... etc, entre los agentes institucionales europeos supra y subestatales. El procès ya puso en evidencia que la unilateralidad no abre las puertas de la independencia de Catalunya del mismo modo que la negación de su realidad no aporta estabilidad al modelo territorial del Estado. No hay atajos, por tanto, ni a través de una regulación legal restrictiva ni mediante el recurso a los tribunales. Un proceso de diálogo político basado en el reconocimiento entre las partes y la voluntad de establecer una convivencia estable es el único modo de canalizar la divergencia y no convertir el legítimo anhelo de autogobierno en rehén de estrategias espurias que inflaman los discursos más populistas y refuerzan los extremismos hasta darles la llave de los parámetros del conflicto. Esto ha sucedido en el pasado y amenaza reproducirse, más si cabe con un ultranacionalismo español excluyente al que se han concedido cuotas de poder en las instituciones.