Una de cal y otra de arena –del desierto del Sahara– en la comparecencia de Pedro Sánchez ayer en el Congreso. El presidente español se adhirió a la exigencia del PNV de forzar el compromiso de Emmanuel Macron con la fecha original de 2030 para la conexión ferroviaria en la muga pero ponía sordina a una política exterior firme y coherente al escudarse tras una nebulosa en relación al giro radical de su Gobierno respecto a la autodeterminación del Sahara. Sánchez huyó de una cuestión que le incomoda –el proceso de descolonización del Sahara Occidental– en la que careció de una postura consistente que justificase el cambio histórico de la postura del Estado español, tradicionalmente alineado con un proceso de autodeterminación en los parámetros que, casi medio siglo después, ha sido incapaz de imponer Naciones Unidas ni de asumir en su responsabilidad histórica como potencia colonial ningún inquilino de Moncloa. En el caso del actual Gobierno, los indicios son de todo menos reconfortantes. La intervención de Sánchez eludió ayer contestar a las informaciones sobre el cese de la ministra de Asuntos Exteriores Arancha González Laya por exigencia de Marruecos y no despejó las dudas sobre la debilidad estratégica del Estado ante su vecino del sur tras el pinchazo a los teléfonos de varios ministros y el propio presidente en el caso Pegasus. Todo lo más, una preocupante alusión al descenso de la presión migratoria desde Marruecos hacia el norte que abre la puerta a la nada aleccionadora interpretación de una traición del Ejecutivo de Sánchez a la causa justa del pueblo saharaui en virtud de ceder al eventual chantaje de quien se pretende aliado de Europa. La escasa convicción de la posición española se retrata mediante la justificación de la misma por el propio presidente –“no estamos solos”– con la que se escudó tras otros países europeos como Francia, Alemania o Bélgica. Ninguno de ellos tiene la responsabilidad histórica de expotencia colonial en el Sahara y, salvo Francia, ninguno tampoco ha apostado abiertamente por la dependencia de Marruecos en régimen de autonomía como la mejor solución. Demasiadas sombras en la solvencia de la política exterior del Gobierno como para no cuestionarse su capacidad de liderar iniciativas en el semestre de presidencia europea.
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