CUANDO el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, se empeña en negar la evidencia del rescate acudiendo a un surtido de términos elusivos, tales como línea de crédito, préstamo o ayuda; se manifiesta cual hidalgo español, pobre pero arrogante, y olvida el dicho popular "don sin din, campana sin badajo".

Llevamos meses a la espera de que el Gobierno de España reconozca que la situación de un número importante -por cuantía de sus pasivos, accionistas y depositarios- de bancos y cajas de ahorro precisa de una inyección importantísima de dinero que, una vez ingresada en caja, apaciguaría las tensiones de los mercados como sucede con una olla de leche hirviendo cuando se le retira del fuego. Porque los mercados, quiero decir quienes especulan con la deuda de los países, pujan al alza: cuanto más deuda pública compran, más intereses exigen pues mayor es el riesgo de insolvencia de los Estados emisores. Solamente la certeza del cobro de la deuda ya emitida y el aplazamiento de pago de la deuda nueva reconduciría la situación, por lo que el Estado español, no los bancos destinatarios, deberá responder ante el Banco Central Europeo o el Fondo Monetario Internacional de la devolución de los préstamos que se le concedan.

A esto se le llama deuda soberana, algo que esquiva aceptar el señor Rajoy, quien contraviniendo la mínima norma de prudencia se adentra en el infierno para encender uno de sus puros y retrasa y retrasa la pronunciación de la palabra que se le pide -"¡rescátennos!"- haciendo oídos sordos a las autoridades financieras y económicas de la Unión Europea, a todos los gobernantes de la misma sin excepción, a los miembros del G20 reunidos en Los Cabos (México) y al presidente Obama, quien empieza a considerar que la tormenta europea acabará desplazándose a EE.UU. precisamente, y ya es fatalidad, en este año electoral.

España no era Grecia ni Portugal ni Irlanda. No lo era. Ahora es peor. De no aceptarse el rescate, letra pequeña incluida, con recortes sociales y subidas de impuestos, el futuro se pone de color gris antracita, casi negro. Son momentos de urgencias y miro alrededor para encontrarme con gente sumida en la perplejidad, que nada cree ya por inoculación constante de anteriores mentiras. Pero ahora estamos en otra situación, la del poder abrumador de los hechos y la de las murmuraciones que se difunden con la rapidez de un incendio en un bosque agostado, tiñen de color rojo la Bolsa y lanzan hacia las alturas chispas en forma de prima de riesgo.

Rajoy sufre la ensoñación de los burócratas, que es hacer carrera elevándose por gravitación más que por aptitudes. Pero el momento no es el del escapismo, eludiendo incluso debatir en el parlamento sobre el estado de una España a un minuto de no poder cumplir con sus obligaciones corrientes, sino el de tocar tierra y afrontar la realidad y de hacerse con aliados sólidos más allá de la efímera intriga política.

Los griegos algo saben de esto y padecen las consecuencias. Permítanme recordarles un cuento popular búlgaro. Dice así:

"Por último, vinieron los griegos y preguntaron al Señor qué les regalaría.

-¿Qué regalo os gustaría?, cuestionó el Señor.

-Nos agradaría el don del Poder, replicaron los griegos.

El Señor respondió:

-Ah, mis pobres griegos, habéis llegado demasiado tarde. Todos los dones han sido distribuidos ya. No queda nada. El don del Poder ha sido entregado a los turcos, a los búlgaros, el don del Trabajo; a los judíos, el del Cálculo; a los franceses, el del Embrollo; y a los ingleses, el de la Tontería.

Los griegos se enojaron mucho y gritaron:

-¿Por qué intriga hemos sido pasados por alto?

-Muy bien, dijo el Señor, ya que insistís, recibiréis un regalo y no os iréis con las manos vacías. Que la Intriga sea vuestro destino."

Los últimos meses, los griegos se han debatido en la intriga política. Que si aceptar las condiciones de las autoridades europeas, que si convocar referéndum, que si ele-cciones, que si nuevas elecciones... Todo para llegar a la conclusión final que es la de aceptar el principio de realidad. Solo que los griegos juegan con al menos una ventaja. Mientras el resto de las lenguas europeas tienen una sola palabra para decir vida, los griegos tienen dos: zoe y bios. Y precisamente a esa segunda oportunidad, a esa segunda vida, se aferran

Rajoy no puede repetir la experiencia. La economía española es el huevo y la necesidad del rescate es la piedra. Pobre huevo.