l asunto ha alcanzado ya extremos casi grotescos: la pasada Volta al Algarve tuvo más kilómetros de contrarreloj, 32, que el próximo Giro de Italia, 26. Duele, porque el ganador de una vuelta por etapas debe resultar lo más completo posible. Pero a la vez se entiende. Y es que, más allá de cifras que llaman la atención, la disciplina individual encara una realidad que le condena a perder peso en el ciclismo. Por un lado, la cada vez mayor igualdad reinante en la montaña, donde las diferencias son solo de segundos si no media un extraterrestre tipo Pogacar, obliga a los organizadores a recortar o incluso a abolir las cronos, ya que estas implican el riesgo de que el especialista de turno sentencie la carrera. Por otra parte, nuestro deporte, como todos, se alimenta de unos ingresos que dependen a su vez de las audiencias televisivas, y al parecer las etapas en línea tienen mayor aceptación que citas como la de ayer.
El equipo promotor de la Itzulia cruzaba los dedos en Hondarribia. Primero, para que no lloviera y la bajada final no adquiriera tintes peligrosísimos. Y segundo, para que la clasificación arrancara en un pañuelo hoy desde Leitza. Se suponía que una cosa iba unida a la otra. En teoría, a mayores riesgos se abrirían mayores diferencias. Pero el radiante sol con el que la meteorología obsequió a la caravana solo alivió a medias a los directivos. El firme permaneció seco, seguro, sin deparar sustos. Luego llegó Roglic para ilustrar con un ejemplo por qué vamos a ver cada vez menos cronos, y más cortas.
Le bastaron 7,5 kilómetros, nueve minutos y pico, para poner la prueba patas arriba y dar un fuerte golpe sobre la mesa. Todavía queda mucho, pero el esloveno acostumbra a seleccionar bien los objetivos y ya dispone de una renta importante sobre el grueso de favoritos (incluido su compañero Vingegaard). Solo le falta que el Jumbo logre controlar la carrera. Y eso aquí es complicado.