- Las alegrías saben mejor compartidas. El disfrute y el deleite de uno es el de todos. La risa es contagiosa. La felicidad, más. La de Fabio Jakobsen, que hace un año, el 5 de agosto, se astilló del todo en una tremenda caída provocada por Groenewegen en el Tour de Polonia, fue el triunfo de todos. El neerlandés, al que se le destrozó la cara en aquel tremendo impacto -solo le quedó un diente-, dibujó una amplia sonrisa 130 puntos de sutura y varias intervenciones quirúrgicas después. Jakobsen esquivó de milagro la fatalidad. De regreso a la vida tras aquel espeluznante accidente, recorrió el camino hacia la victoria con la energía de los renacidos. Nada más poderoso que el más allá. El velocista superó, agónico, con el sabor del lactaco en el paladar, a Démare, al que le faltó un palmo y le sobró el ímpetu de Jakobsen, que se obstinó en revivir. Rehabilitado, desatado de los recuerdos y de los fantasmas que persiguen a los accidentados, en una final que picaba las piernas y que apolilló a Philipsen, que desenfundó con premura, regresó Jakobsen. El disparo del belga despertó la carga de Démare. El francés tampoco calculó bien la distancia. Se quedó corto en un final corriente arriba. Jakobsen, pura vida, remontó la cascada con el empeño conmovedor de un salmón. Soportó el dolor de piernas hasta que levantó los brazos. Al fin de vuelta. Resucitado. Curado. Cicatrizó el alma. En ese acto enterró el trauma y reivindicó los días felices. Como el de Taaramäe, que sigue de líder a pesar de que se enganchara en una caída. Tocó el suelo dentro de la zona de seguridad, la que congela el reloj en las llegadas locas del esprint, y subió al podio. Su mejor viaje.

En el del Euskaltel-Euskadi, donde pedalean hermanados en la Vuelta del retorno, siempre están dispuestos para repartirse los buenos momentos después de muchas lunas masticando complicidad en la oscuridad. Respiraron juntos en la trinchera de la paciencia y en los callejones de la humildad, así que cuando colorean la Vuelta con la luz naranja, la luciérnaga del ciclismo vasco que centellea de nuevo, recorren la carrera tirando confeti. Azparren, debutante, se destacó el segundo día de competición. Antonio Jesús Soto se fue a la búsqueda del Picón Blanco y Joan Bou, de estreno en la Vuelta, se subrayó hacia Molina de Aragón. El Euskaltel-Euskadi se está bebiendo la alegría de la Vuelta a sorbos. El champán del equipo naranja, en ausencia de festejos mayores, es el camino.

En el Burgos-BH funcionan con una lógica similar. Seleccionan dorsales para acometer los días. El santoral de los ciclistas anónimos que pelean por señalar su nombre. Madrazo y Canal, el más joven de la carrera, acompañaron a Bou. Los tres arrimaron el hombro para su travesía de notoriedad en jornadas de entretiempo, donde los modestos brotan con el espíritu de la trashumancia. La fuga respondía a la lógica y a las corrientes internas de la Vuelta que determinan esas cuestiones menores para los jerarcas, pero que son vitales para quienes buscan una rendija en la que hacer palanca. Cada pulgada es una cuestión de honor. Lo novedoso y lo extraño estaba en el retrovisor, en el rojo de Taaramäe. El préstamo de Roglic. Jamás un estonio lideró la Vuelta. Roglic, bicampeón de la carrera y candidato principal para extender su reinado, charló y bromeó con Taaramäe durante la ruta. Otros prefirieron protestar sobre una muralla de fardos de paja reclamando futuro para Soria. “Vuelta de 1ª, ciudadanos de 2ª, carreteras de 3ª”. La España vacía no posee el encanto y la poesía del Camino Soria de Gabinete Caligari. Voy camino Soria/¿Tú hacia dónde vas?/Allí me encuentro en la gloria/que no sentí jamás.

La letra de la etapa contenía más prosa. En medio del trigo afeitado por las cosechadoras y de los girasoles con los ojos saltones que miraban la carrera con el collar amarillo, a la aventura se le agotó el crédito. Con el paso ligero del Intermarché, estrenándose como garante del líder inopinado; la atención de los favoritos, olisqueando el peligro por si asomaba altanero el viento, y la ambición de los equipos de los velocistas, que atendían a un final configurado para el esprint, fueron laminando a los fugados, a los que manejaban con el sedal desde el carrete del pelotón. En Molina de Aragón, en Guadalajara, aguardaba un salón de baile para la velocidad y el frenesí. Bou, Canal y Madrazo no tenían invitación. Reservado el derecho de admisión. Capituló el trío, que saludó su esfuerzo estrechando las manos. Adquirió volumen el jaleo por la posición. Los guardaespaldas de los favoritos colocaron a buen recaudo a sus líderes en un final ratonero, técnico y que elevaba el mentón. Solo Taaramäe, el líder por sorpresa, sufrió un arañazo. Se cayó en el vientre del pelotón. Chapa y pintura.

Se trataba de lanzar un directo certero, poderoso y veloz en meta. Un puñetazo capaz de derribar a los rivales en el cuadrilátero del esprint, una jaula donde todo ocurre deprisa. Mejor no pensar en la estampida de la claustrofobia. A los velocistas les entusiasma esa sensación de encierro y de adrenalina, de electricidad y de riesgo. Solo la exaltación y la liberación del triunfo les produce mayor satisfacción. En esa apuesta se vieron las caras Jakobsen, Démare, Cort Nielsen y Matthews. El francés parecía el más fuerte hasta que irrumpió el trueno de Jakobsen. Perseguía un destino. Tenía una misión. Resistió la tortura y continuó adelante. Ya nada era capaz de frenarle. De aquel 5 de agosto de 2020, cuando se paró la vida, quedó el festejo del 17 de agosto de 2021. Jakobsen cura sus heridas en la Vuelta.