- Manda la tradición que las rebeliones, las revoluciones y demás movimientos tectónicos contra el orden establecido partan desde las profundas raíces de los olvidados, los descamisados y los ninguneados. La Vuelta es una pirámide jerárquica donde gobierna Roglic, que tachó el día sin preocupaciones. Peor le fue a Adam Yates. En una caída a 4 kilómetros del caluroso esprint de Gamonal se dejó 31 segundos. Carthy, 38. Landa se libró. Esquivó la caída. También el líder. Alivio entre nobles. La lucha de clases posee todo su sentido en la carrera. Por eso, Xabier Mikel Azparren, joven, reivindicativo y descarado, vestido del naranja del Euskaltel-Euskadi que regresa a los grandes escenarios, estaba obligado a enfatizarse. El donostiarra, de bautismo, era feliz incluso en un paisaje de aspecto depresivo pero que sirve para alimentarse. La belleza de lo crudo. La cosechas del trigo son un recuerdo, pelada la tierra el día en el que se abre la media veda de la caza. Entre campos esquilmados, dorados y ocres, Azparren silbó su aventura, el rotulador naranja que trazó la fuga con Diego Rubio (Burgos-BH) y Sergio Román Martín (Caja Rural). Los tres se dieron la mano desde la salida para un ejercicio imposible porque los velocistas querían lanzarse en el Gamonal, un barrio que elevó los cuellos del orgullo cuando quisieron cambiarle la forma de vida. En el alma proletaria de Burgos se subrayó Jasper Philipsen, último en la crono, primero ayer. "Escribí en nuestro chat de equipo que era posible ganar, ha sido como un sueño. Es genial ganar el primer esprint en las tres grandes vuelta", dijo el oráculo belga.
Se dio prisa Philipsen y pudo con Fabio Jakobsen, rehabilitado para la causa tras recuperarse de la terrible caída que le provocó Groenewegen en un esprint maldito del Tour de Polonia en agosto de 2020. La historia del retorno de Jakobsen, al que reconstruyeron el rostro, es la lucha del ser humano contra la fatalidad. Philipsen no era ajeno a ese dramático episodio, pero no tuvo clemencia. De paso, el belga arrebató el maillot verde a Aranburu, quinto en meta. Aberasturi fue sexto. Velocidad vasca. El de Ezkio, que esquilmó un par de segundos en el esprint bonificado, no pudo con el impulso de Philipsen, que se ganó la gloria ante el entusiasmo y el festejo de los vecinos del Gamonal, que se echaron a la calle con el confeti de la Vuelta. Tiempo atrás, en 2014, la estampa era otra. No había nada que celebrar en el barrio.
"La revolución comienza en el Gamonal", se leía en los carteles. Los vecinos del barrio, que palpita espíritu obrero, se unieron contra la construcción de un bulevar en una de las calles más céntricas del barrio, donde los vecinos aparcan sin el freno de mano echado para mover los coches según las necesidades. Con ese método funcionaban. El proyecto del bulevar, tasado en 8,5 millones de euros, quería eliminar 300 plazas de aparcamiento gratuito, dos carriles de la calle Vitoria y completar la obra con la construcción de un parking subterráneo en el que las parcelas de garaje se venderían a casi 20.000 euros. Los vecinos, encorajinados en un barrio apolillado por el paro, se amotinaron. El Gamonal ardió.
El tránsito hacia la barriada más populosa de Burgos invocó al tajo. La tierra es para quien la trabaja. Azparren, Rubio y Martín, siempre solidarios, araron el camino de esfuerzo, perseverancia y pasión. El pelotón les dejó crecer antes de que los jardineros de los velocistas iniciaran la poda con el filo de las cosechadoras que rapan las tierras. Solo los girasoles esquivan las cuchillas a mediados de agosto. A Azparren, Rubio y Martín les dictaron el destino. Les guillotinaron la ilusión entre carreteras comarcales viejas que de vez en cuando mostraban el lifting del asfalto nuevo y lustroso y pueblos inconexos de verano sin veraneantes. El sol, que recortaba sombras cortas, duras, era el cordón umbilical del día. Apretaba el calor, el termómetro en la treintena, arenosos los pulmones. Los maillots, a dos aguas. Las ventanas de la piel. El agua era el bien más preciado. Azparren se quedó seco cuando Rubio aceleró. Boqueó Martín.
La estirada de Rubio fue conmovedora. En el pelotón, ajeno al esforzado hombre en solitario, solo prestaban atención a la veleta del viento, que siempre está dispuesto para lanzar sus ráfagas. El susurro del miedo. Descontado Rubio, arrancó el día. Astana echó leña a la caldera. Se erizó el ritmo para que Aranburu rascara segundos en el esprint bonificado y fortaleciera su estatus como el mejor del maillot de la regularidad. Roglic, de rojo, ordenó a sus costaleros enfilar la cabeza. Burgos asomaba en el horizonte. Se armó el mecano del esprint, ese espacio en el que confluyen los equipos de los velocistas y los operarios de los favoritos, que se adhieren al frente para alejarse de las caídas. Landa, que aún recuerda su duro impacto contra el suelo en el Giro, se cosió a la cordada del Bahrain para no deshilacharse entre las rotondas que diseñaban el final por el extrarradio de la capital. Allí capituló Pidcock.
Buscando el debate de la velocidad se trastabillaron Gamper y Meeus. Caídos. Se libró Landa. Adam Yates, cortado, perdió 31 segundos. Está a 51 de Roglic. Carthy perdió 34. Aún más lejos. La tensión alcanzó el corazón del Gamonal. En la calle Vitoria, que se incendió en 2014, Philipsen se iluminó como una turbina. El belga, pleno de potencia, remontó a Molano, el primero en dispararse, por la izquierda. Philipsen no puso el intermitente y derrotó a Jakobsen, que se desgañitaba por el otro costado de la arteria principal del Gamonal. En el barrio donde comenzó la revolución, se encendió el presagio de Philipsen.